Europa y EE UU vacunan sus economías contra la pandemia
La recesión parece inevitable y profunda, pero tal vez no sea duradera porque no se trata de una crisis de confianza
Pocas son las ocasiones en las que los paralelismos entre la ciencia médica y la economía se revelan tan evidentes como en la que nos atañe. De hecho, ya en circunstancias habituales, los procedimientos exigidos por ambas disciplinas para la resolución de un determinado problema son muy similares. En primer lugar, es imprescindible un buen diagnóstico, atendiendo a la descripción objetiva de los síntomas. En este caso, un sistema económico concreto también presenta sus particulares constantes vitales, tales como la inflación (muy similar al ritmo cardíaco de una economía, ya que debe situarse siempre en unos niveles específicos como indicio de buena salud: tan mala es la hiperinflación como una deflación aguda) el desempleo o el crecimiento económico. De ahí, la importancia de disponer de unos servicios de estadística fiables y transparentes.
Posteriormente, una vez identificada la “enfermedad” (crisis, sobrecalentamiento, estanflación…) las autoridades fiscales o monetarias actúan a modo de facultativos, aplicando la terapia que la teoría económica prescribe para cada caso determinado. Por ello, la fase de diagnóstico resulta crucial porque, de igual forma que ocurriría con la ingesta incorrecta de determinadas medicinas, si éstas no son las adecuadas para una afección en particular, podrían no surtir efecto alguno o, en el peor de los casos, agravar aún más el estado del paciente por resultar contraindicadas. Además, y de la misma manera que muchos médicos insisten en que cada persona puede responder a un mismo tratamiento de manera desigual ya que, más que hacer referencia a “enfermedades”, se tendría que aludir a “enfermos”, no debemos inferir que la política económica que proporcionó buenos resultados a un país vaya a manifestarse igualmente exitosa en otro. Aspectos tan diversos como los sociológicos, los culturales, los históricos, los geográficos o, incluso, los climatológicos son variables suficientemente ponderables como para incidir de manera decisiva en la eficiencia de las medidas planteadas.
Desgraciadamente, el diagnóstico económico sobre los efectos de la pandemia de COVID-19 parece claro: la mayor parte de organismos internacionales asumen que la recesión será inevitable y, por ello, las principales potencias atlánticas han decidido reaccionar de manera anticipada y vacunar a sus economías. A pesar de todo, es previsible que dicha recesión, aun siendo profunda, no tenga por qué ser especialmente duradera en el tiempo: al no tratarse de una crisis de confianza, no hay motivos, a priori, para pensar que dañará al sistema productivo y, por tanto, cabría dentro de una cierta lógica creer que, una vez que los principales focos de contagio del SARS-CoV-2 estén controlados, la actividad retornará a su curso normal. El gran riesgo, sin embargo, reside en la capacidad de resiliencia de las empresas para atravesar esta coyuntura corta, aunque intensa, evitando, así, un cierre masivo de las mismas que podría dar lugar a una cronificación preocupante de la dolencia. Por este motivo, las decisiones adoptadas tanto en Europa como en Estados Unidos priorizan la inmunización del tejido empresarial. De hecho, la Reserva Federal se ha apresurado a rebajar los tipos de interés hasta situarlos en el 0%, política expansiva que irá acompañada de un estímulo fiscal de 2 billones de dólares procedentes de la Casa Blanca (el mayor de su historia). Por su parte, el BCE también está dispuesto a sostener las empresas de la eurozona a través de un programa de compra de activos por valor de 750.000 millones de euros. De hecho, se trata de la primera medida de calado económico que se realizará a nivel europeo ya que, al menos hasta la fecha, se está echando en falta una mayor coordinación desde Bruselas para hacer frente a la pandemia: a excepción del anuncio realizado por Ursula von der Leyen acerca de la suspensión de las reglas fiscales que rigen el euro, Alemania y Países Bajos continúan resistiéndose a la emisión de eurobonos.
Aun así, la liquidez que los distintos Gobiernos prevén inyectar a las economías del Viejo Continente no es, en absoluto, desdeñable: Macron ha anunciado en Francia 300.000 millones de euros en ayudas a las pymes, aplazando el pago de sus alquileres y de sus facturas de luz y de agua; Alemania ha aprobado un plan de 1,1 billones de euros, obviando, así, su innegociable rigor presupuestario; en España, Pedro Sánchez espera aplicar un paquete de estímulo fiscal de hasta 200.000 millones enfocado, también, a la supervivencia empresarial. Quizás, el caso más modesto en términos cuantitativos es el de Italia, cuyo estímulo contabiliza un total de 25.000 millones de euros, si bien es cierto que se han adoptado medidas adicionales como la prohibición de despidos por un período de dos meses o el aplazamiento en el pago de hipotecas.
Mención aparte en este aspecto merece Reino Unido, cuyo primer ministro ha decidido insuflar el equivalente a 360.000 millones de euros a la economía y ordenar el confinamiento general después de que arreciaran las críticas contra su primera intención de dejar que el virus se propagara entre la población para que ésta adquiriera inmunidad de grupo, priorizando la salud económica a la de miles de compatriotas. Esta actitud demuestra, sin género de dudas, la talla de un Gobierno que fue elegido para ejecutar el brexit y que, más allá de esa cuestión en concreto, se evidencia absolutamente incapacitado para gestionar una crisis de tamaño calado.
Por tanto, con muy limitadas excepciones, todo indica que las políticas keynesianas volverán a ser las protagonistas en un contexto de inminente recesión mundial. Y es que, más allá de la preocupación existente sobre el lado de la oferta, se debe considerar también el serio perjuicio que esta anómala situación provocará sobre la demanda.
Sin ir más lejos, los ERTE ejecutados en España generarán una disminución de ingresos que comportará, a su vez, un descenso en el consumo. Sin embargo, si esta insólita tesitura no se prolonga excesivamente en el tiempo, las vacunas económicas administradas deberían mostrar su efectividad a la espera solo de que, con el tiempo, los agentes económicos recuperen el dinamismo y terminen generando sus propios anticuerpos.
José Manuel Muñoz Puigcerver es Profesor de Economía en la Universidad Nebrija