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En colaboración conLa Ley
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Justicia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El sagrado e intocable derecho de defensa

Los letrados no son cómplices de sus clientes ni comparten los hechos que han cometido sus defendidos

Agustín Martínez, abogado de La Manada.
Agustín Martínez, abogado de La Manada.Chema Moya (AFP)

Se le suele atribuir por error a Voltaire la célebre cita de "no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo". La frase, sin embargo, es de su biógrafa británica, Evelyn Beatrice Hall (Los amigos de Voltaire, de 1906), pero su contenido resulta de perfecta aplicación a lo sucedido hace solo unas semanas.

El pasado mes de julio, la Universidad de Cádiz vetaba la participación en un curso sobre sexualidad del abogado Agustín Martínez, que ejerció la defensa de los acusados de la agresión sexual sucedida en Pamplona en 2016, socialmente conocido como el abogado de La Manada.

Al margen de valorar de dónde proviene el origen del veto, es necesario remarcar que, en pleno siglo XXI, en un Estado de derecho de calidad, hay quienes todavía señalan y confunden por error al abogado con sus clientes. Tristemente.

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Esto no solo es una falta completa de entendimiento sobre lo que significa la abogacía, sino que supone un desconocimiento absoluto de lo que es un pilar fundamental de la democracia.

El imperio de la ley

El derecho de defensa se encuentra regulado en todos los textos modernos de derechos humanos. Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuyos artículos 10 y 11 se refieren al derecho a "asegurarse las garantías necesarias para la defensa", al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1976, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (UE), y, cómo no, en nuestra propia Constitución (artículo 24.2). El derecho a defenderse en un juicio justo conlleva que los letrados no son cómplices de sus clientes y no comparten los hechos que han cometido sus defendidos. Los abogados, simplemente, hacen valer el derecho a defenderse de los mismos.

Resulta curioso comprobar cómo la opinión pública nunca señala al facultativo que asiste a un terrorista que acaba de cometer un crimen ("¡déjenlo morir!") o a un asesino si, al llegar a la escena del crimen, este se encuentra convaleciente.

La sociedad asume que el derecho a la vida, como un derecho fundamental, está por encima de las ansias de venganza; es lo que diferencia a la civilización de la barbarie.

Por ello, el imperio de la ley estructura nuestras normas de convivencia y, como tal, el derecho a un juicio justo para cualquier ciudadano: el derecho a una defensa que le permita ir a un juicio con garantías, a dar su versión de los hechos o a practicar las diligencias de prueba que le corresponden, con todas las garantías recogidas por la ley.

Igual de primaria es una sociedad que no goza de abogados o de jueces, como aquella que los tiene y los señala, confundiendo al letrado con el enjuiciado, dejando la ley en manos de una turba justiciera más propia de la Edad Media que de la edad contemporánea, cuando las brujas eran purificadas en la hoguera.

No son pocos los abogados que han antepuesto el derecho de defensa a sus convicciones morales, salvaguardando el fin último de cada abogado, que nunca debe ser otro que el de defender y garantizar los derechos su cliente. A diario, abogados del turno de oficio asisten a detenidos acusados de violencia de género, malos tratos o agresiones sexuales, con quienes no comparten ninguna simpatía. También lo hacen abogados particulares que se limitan a aplicar el imperio de la ley.

Muestra de esto fue la encomiable labor que realizaron los letrados que asistieron a los acusados de los atentados del 11M. El derecho de defensa no entiende de ideologías, sino de ley y justicia.

Una sociedad avanzada tiene la obligación de estar por encima de los reproches sociales y diferenciar los hechos de la ley y al malhechor del abogado. La abogacía y el derecho de defensa no fueron concebidos para apoyar o refrendar los actos de sus clientes, sino para garantizar el imperio de la ley mediante el derecho fundamental a la defensa. Es vital entenderlo.

Juan Gonzalo Ospina es socio director de Ospina Abogados.

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