Una economía sin defensa ante los choques recesivos
España ha consumido las herramientas más poderosas para defenderse de crisis futuras
España ha superado el trance de la recesión más profunda que se recuerda con razonable éxito, aunque varios colectivos sociales y centenares de empresas sigan con las constantes vitales bajo mínimos cinco años después de recuperar el crecimiento. Pero la factura librada no ha sido nada barata ni para las familias, ni para las empresas, financieras o no, ni tampoco para el Estado, que ha tenido que engullir todos los impagos en los que incurrieron las primeras para esquivar la insolvencia de la actividad económica. La cuestión es si ahora, cuando se aprecian las primeras señales de humo de un nuevo estancamiento de la economía, y resuenan los tambores de otra recesión global (aunque todos coindicen en que es bastante improbable), la economía está mejor o peor preparada para defenderse de la embestida. La respuesta es depende.
Los dos eslabones más débiles de la cadena cuando llegó la recesión de 2008, como el descomunal endeudamiento de hogares y sociedades y los déficits de capitalización de una proporción muy importante de la banca para hacerle frente, están bastante reforzados, aunque nunca lo estarán por completo. Es cierto que la banca tiene niveles de solvencia muy superiores y que ha saneado sus balances con la limpieza de los activos averiados, y que tanto empresas como familias han desapalancado con intensidad, aunque tal aseveración hay que ponerla siempre en cuarentena, y solo podrá someterse a la verdadera prueba de esfuerzo cuando suban los tipos de interés, cuya laxitud ha sido el gran aliado del país en los últimos años para financiar sus pasivos.
Pero el gran responsable de la mejora de tales eslabones ha sido el endeudamiento público, que ha pasado del 35% del PIB en 2007 al 100% actual. El endeudamiento estatal ha sido la herramienta utilizada para sanear las cuentas de los caídos en desgracia, y ha sido usada con tal profusión que se ha agotado su recorrido. El mejor escudo contra las largas crisis ha sido consumido. Los más de 800.000 millones de euros de avance de la deuda pública en el último decenio han servido para financiar los déficits fiscales en los que se habían cobijado las facturas cíclicas como el desempleo, la caída a zonas abisales de la recaudación fiscal, el descontrol del gasto autonómico y municipal o el rescate bancario.
Esta herramienta está agotada, porque la Administración pública española carece de capacidad para elevar más su endeudamiento, porque la economía no lo soportaría, por mucho margen que Pedro Sánchez quiera apreciar en el diferencial de presión fiscal (hasta siete puntos) con la Unión Europea. De hecho, el escudo de la deuda ha pasado a convertirse en un lastre arriesgado, en la pesada bola de hierro que inmoviliza al prisionero: si hasta ahora se han honrado las obligaciones con comodidad y se han refinanciado los vencimientos es por la generosidad que Mario Draghi brinda a todos los europeos que han vivido años y años por encima de sus posibilidades en nombre del temor a la deflación en la zona euro.
Si los niveles actuales de deuda pública son peligrosos por el efecto absorción que ejercen sobre los recursos privados, que será más evidente si suben los tipos de interés, existe un compromiso constitucional de atender el repago como primera providencia fiscal, además de reducir el nivel de deuda, tal como obliga el artículo 135 de la Constitución, pactado por PSOE y PP, con el voto del actual presidente del Gobierno.
El propio Fondo Monetario Internacional ha advertido del riesgo que supone para España mantener tan elevados niveles de deuda si las circunstancias nos llevaran a otra recesión. España no ha sido diligente en la gestión de las finanzas públicas en los últimos años, pues desde 2014, en que llegó el pasivo al 100% del PIB, ha malgastado cuatro años completos de generoso crecimiento económico y no lo ha reducido como debiera. La crisis política y de gobernabilidad en la que ha entrado el país, consecuencia retardada de la gran recesión que ha aflorado partidos extremos y debilitado al bipartidismo, ha traído Gobiernos débiles y poco comprometidos con el rigor fiscal, aunque generosos con él verbalmente. El resultado ha sido que el déficit solo se ha reducido con la ayuda del ciclo, sin haber pelado ni unas décimas en el desequilibrio estructural, y cuando se ha hecho, ha sido a base de subir los impuestos.
Cuatro años después, quién sabe si a las puertas de otra recesión, España se conforma con un crecimiento del 2% y fía la reducción del déficit, ¡qué ingenuidad!, al avance del PIB nominal, a una inflación que no existe. Es más: lo hace cuando tiene desatado el gasto en pensiones, (una reforma inevitable pero que asusta a los políticos negligentes), una partida del presupuesto público que supone ya casi todo el déficit anual y que subirá como la espuma de una cascada.
No es la deuda la única herramienta ya amortizada para luchar contra los choques recesivos. La reforma laboral que aportó determinantes dosis de flexibilidad en la contratación y el despido, y que devolvió la competitividad a los costes laborales desmadrados de la primera década del siglo, empieza a estar agotada. Tanto por la lógica demanda de alzas salariales tras años de moderación, como por el agotamiento de la flexibilidad diferencial, que los empresarios demandan recomponer con otra vuelta de tuerca a la normativa; y lo hacen precisamente cuando se encuentran con la vuelta al pasado que demandan los sindicatos y que propone la izquierda política.
Además, el impulso de la exportación (en parte imputado a la bajada de costes laborales) puede estar también ya en el punto de maduración, y se antoja complicado mejorar e incluso mantener la cuota en las exportaciones mundiales sin cambios profundos en la actividad manufacturera.
La tercera herramienta utilizada con profusión y éxito para que sobreviviera el Estado entre 2011 y 2015 fue una fuerte subida de impuestos, combinada con una no menos fuerte reducción de los gastos. Cuando llegue la tormenta, que nadie dude de que volverá a ser la fórmula mágica para corregir los desequilibrios, aunque tendrá inevitables efectos secundarios contraproducentes para la actividad. Si el principal aliado del gasto público ha sido la persistente reducción de la factura financiera pese a elevar sin parar el volúmen de deuda, ese será precisamente el primero en abandonar al ministro de Hacienda, salvo que los sucesores de Draghi hereden su talante de Robin Hood con los países del sur, si es que tal expansión cuantitativa no es también una herramienta consumida.
Pero la mejor manera de que alguien desde fuera nos eche una mano es echárnosla a nosotros mismos: más crecimiento económico y exquisito rigor fiscal, vigilando que todo el mundo pague lo que debe, y que nadie cobre lo que no debe.