Hace falta aclarar el futuro de las pensiones
Entre el retiro y el fallecimiento el jubilado perderá casi una tercera parte de poder adquisitivo
Resulta perfectamente conocido que España es uno de los países con mayor esperanza de vida en el mundo. Además, las últimas proyecciones del INE indican que así seguirá ocurriendo durante el próximo medio siglo, en que la esperanza media de vida a los 65 años, promediando la de ambos sexos, pasará de 21 a 26,7 años. Este es uno de los factores que más pesan a la hora de medir el equilibrio actuarial entre ingresos y gastos de los sistemas contributivos de pensiones, ya que los cálculos para establecer los parámetros vigentes se realizaron hace más de cuarenta años, cuando la esperanza media de vida en toda la OCDE a aquella edad era aproximadamente cinco años menor que la actual, 15 años, según el último Panorama de las Pensiones de la Organización.
Como las carreras laborales han tendido también a acortarse, tan solo ese cambio explicaría la reducción en la relación entre años cotizados y años de jubilación desde 3 (45/15), entonces, a 2 (42/21) ahora. Así pues, de mantenerse la carrera de 42 años, dentro de 50 la relación quedaría reducida a 1,57 (42/26,7).
Tratando de corregir el impacto de esos cambios sobre el equilibrio del sistema español de pensiones, las dos últimas reformas, realizadas en 2011 y 2013, actuaron en direcciones contrapuestas. La primera elevó paulatinamente en dos años la edad de jubilación hasta 2027, aumento que, de mantenerse la relación entre población total y población cotizante y jubilada a las correspondientes edades, se trasladaría directamente a estas últimas.
Según las proyecciones del INE ya citadas, en 2027 la esperanza de vida a los 67 años (20,7 años) será en media algo inferior a la esperanza de vida a los 65 años en 2016, y si esos dos años se trasladan también a la carrera de cotización, la relación entre años cotizados y años en jubilación no solo no caería, sino que aumentaría hasta 2,1 (44/20,7).
De haberse continuado con la lógica de 2011, prorrogando en un mes por año transcurrido la edad legal de jubilación, esta se situaría en 68 años en 2039, 69 años en 2051 y 70 años en 2063. Según las proyecciones del INE, en esa fecha la esperanza media de vida a los 70 años se situará en 22,1 años (solo 1,1 años más que la esperanza actual a los 65 años). De trasladarse parte de esos aumentos a la relación entre cotizantes y pensionistas, esta se mantendría por encima de 2.
En cambio, la reforma de 2013 no siguió esa lógica, sino que decidió aplicar el denominado “factor de sostenibilidad”, reduciendo la pensión inicial a partir de 2019 en la misma proporción en que aumenta la esperanza de vida a los 67 años. Este cambio de lógica puede enturbiar la comprensión pública de las causas de la reforma, ya que hasta 2027 la edad de jubilación absorberá por completo el aumento de la esperanza de vida. Por eso, lo aconsejable sería mantener la misma lógica.
Lo que sucede es que por mucho que la relación entre número de cotizantes y de pensionistas se mantenga estable, en torno a 2 (significa que la contribución de dos cotizantes debe bastar para abonar una pensión), y si la cotización destinada a la pensión de jubilación se sitúa en torno al 23,5% del salario (pues el resto se destina a otras contingencias), el equilibrio ingresos-gastos exige que la pensión media se sitúe claramente por debajo del 50% del salario medio, mientras que en tendencia supera ya el 60% en el conjunto del sistema y el 68% en el régimen general.
Además, la dinámica de crecimiento parece imparable, puesto que las pensiones iniciales se sitúan veinte puntos por encima de las medias en ambos casos. Corregir esta situación exige proceder a reducir el porcentaje de la pensión inicial respecto a la base reguladora, que resulta abiertamente insostenible.
La reforma de 2013 acometió esta medida de forma indirecta, en parte mediante el “factor de sostenibilidad”, pero fundamentalmente programando una pérdida del poder adquisitivo de todas las pensiones vigentes en torno al 1,75% anual, lo que implica que entre la jubilación y el fallecimiento el jubilado perderá casi una tercera parte del poder adquisitivo de su pensión (un 17,7% en media a lo largo de todo el período), sin haber sido plenamente consciente de ello durante su vida activa. Esto resulta difícilmente sostenible.
Álvaro Espina Montero es consejero técnico de la Dirección General de Política Económica