Puigdemont en Bruselas: un embrollo de envergadura
La presencia del ‘expresident’ puede incluso desestabilizar al Gobierno belga La emisión por España de una euroorden podría enfrentarse a una negativa de las autoridades belgas
Al margen de los ribetes esperpénticos que indefectiblemente acompañan el episodio de la huida a Bruselas del cesado president Carles Puigdemont i Casamajó, acompañado a la sazón por varios de sus consellers, el tema debe de suscitar una honda preocupación. Dejamos para otro momento las profundas implicaciones políticas que supone el traer la cuestión catalana a la capital de Europa y ciñámonos a atender los argumentos expuestos en su comparecencia del martes ante los medios de comunicación, en los que habla de proseguir con su trabajo como president –no sabemos si de la república independiente o de la Generalitat de Cataluña–, poniendo de manifiesto su clara intención de no acatar el cese dispuesto por el Gobierno en aplicación de las medidas dictadas de conformidad con el artículo 155 de la Constitución, así como de permanecer en Bélgica ante la falta de garantías existentes en nuestro país –en lo que es una abierta denuncia de la persecución política de la que sería objeto (a su juicio) en España y de la que serían expresión las medidas solicitadas por el fiscal general del Estado en la querella presentada ante la Audiencia Nacional–.
El asunto Puigdemont viene llamado así a provocar un grave conflicto que es susceptible de afectar seriamente a las relaciones entre España y Bélgica, ya enrarecidas por previos acontecimientos, como las declaraciones del primer ministro belga, Charles Michel, el pasado mes de septiembre reclamando un diálogo entre las partes para superar la crisis catalana o las más incendiarias del secretario de Estado de Asilo e Inmigración de Bélgica, Theo Francken, admitiendo el pasado fin de semana la posibilidad de conceder asilo al político catalán. Pero no es solo eso: en el seno del mismo Estado belga la presencia del President está propiciando el desarrollo de una crisis que amenaza con desestabilizar el precario escenario político belga como revela la petición de explicaciones que ha dirigido al Gobierno federal desde la oposición el antiguo primer ministro Elio Di Rupo en relación con la presencia de Carles Puigdemont en Bruselas. Prueba de la incomodidad que experimenta el Gobierno belga ante la situación son las declaraciones y los actos que desde diferentes instancias han tratado de poner de manifiesto la nula responsabilidad en ello y el rechazo de todo atisbo de connivencia con la performance del antiguo alcalde de Girona.
No es posible en el espacio de unas breves líneas describir el maremágnum político y jurídico susceptible de producirse en el caso de que la situación se mantenga: el president y los miembros de su Govern afirman su intención de permanecer indefinidamente en Bélgica y aunque se mantiene al mismo tiempo la voluntad de no rehuir la acción de la justicia –siempre que obtenga seguridades acerca de un juicio justo–, advierten de que no se contempla el presentar una solicitud de asilo, aunque el devenir de los acontecimientos hace dudar de tales propósitos.
Por de pronto, señalemos que la emisión por España de una hipotética euroorden para poner a la disposición de la justicia española –y ya se ha previsto su comparecencia ante la jueza de instrucción de la Audiencia Nacional para los próximos días– al deambulante Puigdemont puede enfrentarse a una negativa de las autoridades belgas, sin que el alardeado principio de confianza mutua que preside, bien es cierto, las relaciones entre los Estados miembros de la UE en el marco del Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia pueda revelar otra cosa que su eventual quiebra –una más– en las complejas relaciones que en la práctica se desarrollan en este específico contexto. Cierto es que para obrar de tal modo, el tribunal belga habría de concluir en la inexistencia de garantías en el proceso que se sigue contra el president en España, pero no se olvide que esta conclusión no ha sido desconocida en anteriores ocasiones por la justicia belga –y bien lo sabe el asesor jurídico contactado por él a su llegada a Bruselas– ni por la española –recuérdese el asunto Melloni–, lo que aventura una agravación de la situación, que además podría desembocar en una intervención del Tribunal de Justicia de la UE. Esto último ya en el marco de una hipotética cuestión prejudicial planteada por el tribunal belga que venga llamado a conocer del asunto ya sobre la base de la denuncia por España del eventual incumplimiento belga, en cuyo caso ambos Estados deberían enfrentarse en un proceso judicial ad hoc de largo recorrido.
También cabe imaginar que el señor Puigdemont insista en su condición de president en el exilio –ya lo ha hecho al menos a través de las redes sociales–, lo que plantea al Gobierno belga el problema de calificar su estancia y derivar las oportunas consecuencias respecto a su presencia en el país.
El Tribunal de Justicia de la UE ya ha tenido ocasión de destacar que el derecho de todo ciudadano europeo –y el señor Puigdemont lo es (precisamente porque la república catalana no parece existir)– a la libre circulación puede ser restringido por diferentes motivos y uno de ellos es que no beneficia a las personas cuando pretenden prevalerse de su condición de autoridades de un Estado.
Por lo mismo, los Estados contemplan con profunda desconfianza el establecimiento y la actuación de Gobiernos en el exilio en su territorio, por las indudables complicaciones que genera en sus relaciones diplomáticas con el Estado afectado. En ambos casos, sin embargo, una hipotética decisión del Gobierno belga ordenando la expulsión del president y de los miembros de su Govern, se enfrentaría de nuevo a un control judicial ante los tribunales belgas que podría discurrir por derroteros semejantes al antes expuesto.
Y no hablaremos por el momento –hasta ahora se ha descartado– de una hipotética solicitud de asilo. Apuntemos tan solo que, de nuevo, pese a la existencia del Protocolo número 24 al TUE –conocido no por casualidad como protocolo Aznar– que limita la concesión de asilo a nacionales de los Estados miembros de la UE, el preceptivo control judicial podría abocar a una situación semejante a las antes apuntadas.
En suma, un conjunto de escenarios que ponen de manifiesto que su paseo por Bruselas tiene muy poco de inocente y que ha sido bien estudiado por un equipo jurídico, al que nada parece importarle situar ahora mismo a Bélgica y a España –y a poc a poc a la propia Unión Europea– en el centro del sismo catalán.
Javier A. González Vega es catedrático de Derecho Internacional Público de la Universidad de Oviedo
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