Los secretos del culto a la cerveza más famoso
La Oktoberfest celebra su 184ª edición, con réplica en Madrid hasta el 1 de octubre
Estómago de hierro, capacidad de aguante y mucha actitud fiestera. Es apenas mediodía y una jarra de litro de Paulaner nos espera. Estamos en la 184ª edición de la Oktoberfest, la fiesta popular cervecera más famosa del mundo, que se celebra del 16 de septiembre al 3 de octubre en el muniquense prado de Theresienwiese.
Los más fieles llegan a las nueve de la mañana, cuando abre al público, previa reserva seis meses antes, porque, de lo contrario, toca hacer cola desde la madrugada para poder pasar. La entrada es gratuita, pero el aforo es limitado.
Prepárese para pasar 14 horas, hasta la 11 de la noche que cierra, de carpa en carpa, de mesa en mesa (grupos de 10 personas) y, entre medias, una subida a la noria u otra atracción para darle una pizca de emoción y vértigo. Claro, si el bolsillo le deja: el precio medio es de 80-100 euros por cabeza (500 la reserva para 10) e incluye comida y bebida. Las atracciones cuestan entre 4 y 8 euros.
Solo el comienzo
Primera parada, Käfer, la carpa vip (tipo casa de madera), frecuentada por las celebridades, como los jugadores del mítico club de fútbol Bayern de Múnich. Aquí comienza el canto al hedonismo, a los placeres de la carne, nunca mejor dicho. Entre tablas de quesos, mantequilla, salchichas, jamón cocido, crema de rábano picante con cerezas y el omnipresente bretzel de entrante. Codillos y asados de cerdo, pollo y pato bañados en salsa de cerveza negra, por supuesto, como plato fuerte; con bolas de patatas, chucrut y setas de guarnición. Y un strudel de manzana para rematar. La típica gastronomía bávara ligera.
Pero siempre con su rubia de temporada en la mano, la oktober beer de Paulaner, una de las seis cervecerías oficiales con denominación de origen de la feria, cuyo dulzor y suavidad –por su alto grado de fermentación (siete días), maduración (cuatro semanas) y filtrado (una vez)– encubre sus seis grados de alcohol, un peligro.
Así todo el día, al ritmo de Eint prosit (un brindis...), la canción emblemática y recurrente de la fiesta –un mantra– que tocan las bandas de música en directo mientras se alzan las jarras al unísono, pero donde predominan también las melodías tradicionales de la zona, contagiosas y bailables; el pop-rock de los cincuenta-noventa (Volare, Dancing queen o Major Tom, coming home), e incluso se cuela la tan afamada como odiada Despacito, para sorpresa de algunos, interpretado en alemán.
Es momento de pasarlo bien, de disfrutar de la vida con familia y amigos, por puro gusto. “Tómeselo con calma, el día es largo” –uno de los consejos–, esto es solo el principio. “Más vale hacerse amigo de los camareros” –segunda sugerencia–. Tiene sentido engullir tanta comida, tener una base, porque, no nos vamos a engañar, puede brotar un enjambre de borrachos. La grasa de la carne es clave para ralentizar la asimilación del alcohol. Por eso hay que entrenar desde joven, ir todos los años, cuentan los experimentados. Es el secreto.
El reto
Tras dos litros (según cada uno), ya achispado, viene la prueba de fuego: subir a la noria, con unas vistas panorámicas espectaculares y que dan una dimensión de la cita. Seis millones de devotos concurren anualmente, 500.000 diarios y un millón el día de mayor afluencia, los sábados, durante los cuales se consumen siete millones de jarras.
Una vez que sobrevive a las alturas, es tiempo para volver a los orígenes. En 2010, en su 200 cumpleaños (aunque la edición es la 184, se descuenta la época de guerras), la feria abrió para la ocasión un espacio que mantiene hoy, más familiar, auténtico y menos concurrido (un reclamo de los mayores), para preservar una tradición que ha cambiado con la globalización (3 euros la entrada).
Si bien la Oktoberfest nació en 1810, a raíz de la boda de los príncipes Luis I de Baviera y Teresa de Sajonia, celebrada con carreras de caballos durante 16 días, antes de los setenta no era obligatorio llevar el antiguo traje bávaro campesino. Esto es, pantalones cortos de cuero de ciervo (1.200 euros) y abrigo verde de cazador austriaco, en el caso de los hombres, y vestido con corsé y delantal, uniforme doméstico austriaco de entonces (desde 300 euros), en el de las mujeres. Hoy, hasta los turistas lo llevan, pero muchos no son de calidad ni se ciñen a las costumbres de cada región. Un reflejo de la masificación.
El ambiente en esta zona es sosegado, solo tocan música autóctona, puede ir al teatro, al cabaret o montar en carrusel... y la cerveza se sirve en jarras de cerámica, sustituidas antaño por las de vidrio por convertirse en arma arrojadiza cuando la rubia se subía a la cabeza.
La noche concluye en una de las carpas de Paulaner, con más de 8.000 sitios. Hora del desenfado: cantos, bailes en las sillas... Van cinco litros, mañana lo notará. ¡Prost!
Curiosidades
Ritual. La jarra de litro, tamaño habitual, pesa 1,5 kilos y cuesta 10,80 euros. Lo ideal es tomarla a 7 grados, por debajo de esta temperatura pierde dulzor y gana amargor. ¡Una buena camarera lleva 12 en su bandeja!, haga cuentas. Esta fiesta se replica en Madrid, en el Palacio Vistalegre, hasta el día 1 de octubre.
Pureza. Las seis cervecerías oficiales de la Oktoberfest, con denominación de origen muniquense, se rigen por la Ley de la pureza, decretada en 1516 por Guillermo IV de Baviera. Esto significa que solo debe contener malta, agua (de Múnich), lúpulo y levadura. De hecho, el maestro cervecero que se precie hace carrera: son cinco años (prácticas incluidas) en la universidad de Múnich o Berlín.
Cifras. En la carpa de Paulaner se asan 5.000 pollos diarios, 8 toneladas de carne y media de pato. Unas 800 raciones al día. Un gusto carnívoro no apto para vegetarianos, aunque las carpas comienzan a ofrecer platos para este colectivo (pasta con chucrut y chile o patatas con verduras, leche de coco y curry).