La política energética de la Administración Trump
Su Gobierno anticipa una etapa de abundancia a corto plazo de los recursos energéticos (o de precios bajos)
La política exterior y energética en EE UU ha estado unida al menos desde 1973, cuando Henry Kissinger, ante la parálisis de un presidente Nixon asediado por el Watergate, decidió, durante la guerra del Yom Kippur, el reabastecimiento de Israel, seriamente dañado tras el ataque sorpresa de Siria y Egipto. En represalia, los países árabes decretaron un embargo petrolero que definiría la realidad energética mundial durante décadas. Geopolítica y política energética son, desde entonces, dos conceptos intercambiables.
Donald Trump no ha sido ajeno a esta relación, proponiendo como Secretario de Estado a Rex Tillerson, presidente ejecutivo de Exxon Mobil, y a Rick Perry, gobernador del estado petrolero de Texas, como nuevo Secretario de Energía. Ambos nombramientos presagian un importante giro de la política energética norteamericana.
Vaya por delante que persisten muchas incógnitas sobre la Administración Trump. Sus propuestas energéticas, como el resto, lejos de un programa al uso, constituyen una serie de ideas-eslóganes, hilvanadas en discursos y mensajes en las redes sociales.
El núcleo de su programa energético (America First Energy Plan) fue presentado en North Dakota, símbolo de la revolución de los hidrocarburos no convencionales, con dos objetivos prioritarios: alcanzar la “supremacía energética americana” y la “independencia total” respecto a la OPEP. El diablo está en los detalles. Trump ha prometido remover todos los obstáculos para la exploración de hidrocarburos, aunque es dudoso que esta limitación haya existido. Desde 2008 hasta 2015, EE UU ha incrementado su producción petrolera de 6,8 a 12,7 millones de barriles diarios, convirtiéndose, tras casi tres décadas de liderazgo saudí, en el principal productor mundial.
"Sus propuestas energéticas, lejos de un programa al uso, constituyen una serie de ideas-eslóganes, hilvanadas en discursos y mensajes en las redes sociales"
En materia climática, sus planes están más definidos. Para sortear el bloqueo en el Senado, Obama impulsó su política climática a través de acciones ejecutivas, imponiendo, entre otras medidas, límites máximos a las emisiones de CO2 en la generación eléctrica, lo que ha desplazado el carbón en favor del gas natural. Al ser decisiones ejecutivas y no legislativas, Trump tiene más fácil revertirlas. El presidente electo también ha prometido “cancelar” el acuerdo del clima de París, lo que aún siendo factible, provoca dudas sobre su ejecución. El propio Trump ha creado más confusión al manifestar, tras ser elegido, que mantiene una “mente abierta” sobre el mismo.
La situación del sector renovable es más sólida: a finales de 2015 el Congreso americano extendió el sistema de créditos fiscales hasta 2020. No es previsible que Trump modifique este marco, que ni siquiera ha cuestionado, por la inseguridad jurídica que provocaría sobre inversiones en marcha.
En definitiva, la Administración Trump anticipa una etapa de abundancia a corto plazo de los recursos energéticos (o de precios bajos) por el impulso adicional a la exploración de hidrocarburos, la eliminación de las restricciones al carbón y el mantenimiento del apoyo a las renovables. Debemos insistir en acotar esta abundancia a corto plazo porque los riesgos climáticos de estas políticas son evidentes, salvo que el resto de la comunidad internacional mantenga su compromiso climático esterilizado de la influencia de EE UU. Algo improbable.
La OPEP parece haber tomado nota de los nuevos vientos. En noviembre anunció el primer recorte de su producción en ocho años, poniendo fin al infructuoso intento, liderado por Arabia Saudí, de limitar la expansión de crudo no convencional en EE UU. Es dudoso que el efecto sobre los precios vaya más allá del incremento ya registrado, salvo una improbable aceleración de la demanda mundial. Porque más allá del impulso coyuntural del gigantesco plan de infraestructuras de Trump, su política comercial proteccionista, el endurecimiento monetario y las muchas incertidumbres auguran, en el medio y largo plazo, un período de bajo crecimiento, mayor riesgo y volatilidad en la economía mundial.
Cuatro años de precios energéticos bajos y magro crecimiento económico. De pérdida de hegemonía de EE UU, sin que se produzca una transición de liderazgos, de tensiones dentro de la OPEP, de fuertes turbulencias en países como Venezuela, y puntuales en otros como Rusia e Irán. Un mundo multipolar, conflictivo, pero aislacionista, con sobrecapacidad de la oferta y estancamiento de la demanda. También en esto, demasiadas coincidencias históricas con la década de 1930 como para no sentir, al menos, un estremecimiento.
Isidoro Tapia es economista y MBA por Wharton.