Alerta roja: Trump pone en duda el sistema electoral
Trump no quiso comprometerse a respetar el resultado de las elecciones
En 1960, Kennedy ganó las elecciones a Nixon. Hubo acusaciones de fraude electoral cometidas por los demócratas en West Virginia y en Chicago. Líderes republicanos, amigos, familia quisieron empujar a Nixon a que pusiera en duda la legitimidad de la elección. Nixon se negó: “el pueblo americano ha hablado”, dijo, aunque solo 100.000 votos le separaban de Kennedy.
En 2000, líderes demócratas presionaban a Al Gore -que ganó por medio millón de votos a Bush, pero perdió en el Colegio Electoral- para denunciar que los republicanos habían cometido fraude electoral en Florida. Al final, por cinco votos contra cuatro, el Tribunal Supremo -uno de los protagonistas del tercer debate presidencial de 2016- decidió parar el conteo de votos y Bush obtuvo los 25 delegados que provee Florida al Colegio Electoral. Gore, en contra del consejo de abogados, políticos y familia, se negó a poner en duda el sistema electoral.
Sin embargo, el 19 de octubre de 2016 (Las Vegas) Trump no quiso comprometerse a respetar el resultado de las elecciones: “lo decidiré el mismo día” afirmó. Presionado por el moderador, Chris Wallace, Trump sentenció: “les mantendré en suspenso”. Como quien se pone la venda antes de la herida, implícitamente, Trump -de manera consciente o inconsciente: con él, nunca se sabe cuándo habla con la cabeza o con el estómago, por contraste con Clinton, siempre racional- estaba reconociendo que va a perder.
Hace semanas que Trump dice que hay una conspiración contra él -republicanos incluidos, como Paul Ryan, máximo líder conservador, como Speaker of the House-, orquestada por los Clinton y animada por los medios de comunicación. Según Trump, la votación estaría amañada de antemano. Ni Kennedy ni Nixon pueden abrir la boca, pero Bush y Gore deben estar sorprendidos. Obama, antes del debate, se dirigió a Trump para decirle que “deje de quejarse del sistema y dedíquese a conseguir votos”. Eso es lo que Trump tenía que haber hecho la noche del miércoles en el tercer debate. Si consiguió algo en ese sentido -las encuestas lo corroborarán- fue consolidar su base electoral, pero no pudo, no supo o no quiso intentar apelar a potenciales nuevos votantes. Clinton, en cambio, sí lo hizo: negó que estuviera en contra de la Segunda Enmienda a la Constitución (el derecho a llevar armas de fuego), pero defendió la realización de estudios más profundos sobre la persona que quiere comprar un arma, “porque me preocupan los 33.000 norteamericanos que mueren cada año por armas de fuego”.
Si existen dos Américas distintas y enfrentadas, pudimos verlas defendiendo su visión del país la noche del 19 de octubre en Las Vegas. Allí eran las seis de la tarde, aquí las tres de la madrugada. Vimos dos personalidades muy diferentes, Clinton y Trump, que hicieron un muy buen tercer debate, más centrado en las políticas -versus los previos encuentros-, que, en los ataques personales, aunque hubo tiempo para todo. Trump estuvo más comedido de lo normal, aunque Hillary sabía muy bien qué tecla tocar para hacerle saltar. Sacando a colación las alegaciones de nueve mujeres que, recientemente, han denunciado acoso sexual por parte de Trump y aludiendo a que la defensa de Trump ha sido: “eso es imposible, esas mujeres no son atractivas para mí”, Clinton consiguió enervar a Trump, a quien se le escapó un “What a nasty woman”. Lo peor de todo, es que Trump negó haber hecho alusión alguna a la apariencia física de esas mujeres y, desgraciadamente para él, hay, que yo recuerde ahora, al menos 8 declaraciones suyas en ese sentido. Clinton se metió al 53% del electorado (femenino) en el bolsillo: “toda mujer sabe cómo se siente al oír esas declaraciones”.
El Tribunal Supremo -que es la madre del cordero de esta campaña, puesto que interpreta la Constitución y demócratas y republicanos tienen visiones muy distintas- también fue protagonista del debate. Como lo fue Putin, pero esto no es nuevo. Lo relevante de las declaraciones de los candidatos sobre el Tribunal Supremo es que ambos quieren nombrar jueces afines a sus tesis en cuestiones esenciales como el aborto (Roe vs Wade, 1973, que legalizó el aborto), la inmigración o el uso de armas de fuego. Toda la campaña, el debate, etc, se encapsula en esas dos palabras: Tribunal Supremo, que es la pieza que Clinton y Trump quieren cazar.
Porque, en el resto de cuestiones, el debate fue más de lo mismo. Con un Trump más tranquilo que de costumbre -seguramente forzándose a sí mismo, controlándose- y una Hillary consciente de que va primera en las encuestas nacionales y en los estados, incluidos los muy republicanos como Arizona -donde hizo campaña Michelle Obama el jueves 20- y Georgia. Hillary aludió a sus fuertes vínculos con el Sur: “he vivido muchos años en Arkansas como Primera Dama”. Trump no tenía nada que perder, en este debate. De hecho, ni ganó nada, ni perdió nada. Se quedó como estaba, con sus posturas sobre inmigración y su deseo de hacer “América grande otra vez”. Clinton era quien se la jugaba y jugó muy bien. Articulada, al control, con mensajes muy bien preparados, como cuando denunció la política de deportación migratoria de Trump -metiéndose a los hispanos en el bolsillo: “yo no voy a destrozar familias, separándolas”, afirmó; o cuando denominó a Trump “marioneta de Rusia”, lo que puso a Trump en una paupérrima actitud defensiva.
¿La economía? Más de lo mismo. Trump insistió en el crecimiento económico que conllevaría la creación de empleos al devolver la manufactura a América y Clinton enfatizó los impuestos a los ricos. Con ambas políticas, defendieron los candidatos, se generaría suficiente riqueza para mantener el estado del bienestar y la Seguridad Social.
El debate acabó como empezó: con dos candidatos que ni se dieron la mano. Trump, serio, rodeado de su familia y mirando incómodo a su mujer. Hillary, besando a Meg Whitman, -billonaria, republicana, presidenta de HPE y abanderada de Clinton- y a su hija Chelsea.
A Trump le quedan pocas cartas que jugar, cara al 8 de noviembre.
Jorge Díaz Cardiel. Socio director de Advice Strategic Consultants. Autor de Obama y el liderazgo pragmático, La victoria de América, La reinvención de Obama