La reconversión obligada de la banca
Pese al gesto sorprendido con el que los agentes económicos y financieros reaccionaron esta semana a los cálculos públicos del consejero delegado de BBVA, Angel Torres Vila, sobre la estructura industrial futura de la banca en los que admitía que en el largo plazo la entidad no precisaría más de una de cada tres oficinas actuales, todos saben que tal apuesta es de lógica, que es inevitable. Nadie se ha sorprendido, salvo los entornos de la propia banca, que ha reaccionado muy lentamente a los acontecimientos acaecidos desde de arrancó el siglo XXI, y que tienen que ver tanto con una descomunal crisis desatada en buena parte por comportamientos globales de la propia banca, como con un cambio radical, aunque tan parsimonioso como imparable, en la relación de la banca con sus clientes.
La crisis financiera y la búsqueda de soluciones ha llevado a las economías a explorar territorios conceptuales antes ni siquiera planteados en términos intelectuales, a convertir lo heterodoxo en ortodoxo, y ha transformado los pilares del negocio bancario tradicional. Las políticas expansivas de los bancos centrales en todo el mundo han puesto los tipos de interés en el cero por ciento por una temporada demasiado larga, y aunque la provisión de liquidez es un asunto resuelto de antemano, la obtención de beneficios es cada vez más complicada y la presión regulatoria tiene costes crecientes. Los márgenes tradicionales de intermediación, la diferencia entre el coste de captar dinero y prestarlo que siempre ha sido el nudo gordiano de hacer banca, han perdido presencia en la cuenta de resultados y la han ganado las comisiones por los servicios, que son tan legítimas como los márgenes, pero de muy complicada absorción por parte de una clientela que cada vez limita más su relación con la banca a un simple clic. Tomando como ejemplo la banca española, si los tipos oficiales persisten en el cero durante tres años, nada descartable dado el panorama de falta de iniciativa de la inversión y el consumo en Europa, tendría que triplicar o cuadruplicar su cartera de crédito para obtener los resultados del año pasado. Algo absolutamente imposible en un país bancarizado al ciento por cien y sin margen de ganancia en términos extensivos.
La digitalización paulatina de la actividad bancaria hará el resto, pues las generaciones nativas digitales no entenderán una relación presencial con su banca, y se limitarán a gestionar su propio dinero desde su ordenador personal, sea este un PC tradicional o un dispositivo móvil. Estos dos fenómenos engullirán el modelo bancario como hoy lo conocemos; un mecanismo basado en el metro cuadrado y la oficina para competir con el resto de las firmas, y que ha llevado ya hoy a un sinnúmero de oficinas a las pérdidas incluso en las franquicias más solventes del país. Operaciones anunciadas como la de Santander, de fuerte ajuste de su capacidad instalada, o la intención expresada abiertamente por BBVA, son solo el principio de una reconversión obligada por las circunstancias, y que no puede demorarse si se quiere resolver de forma favorable.
Ni que decir tiene que los nuevos comportamientos sociales, con la irrupción de internet sobre todo, han desplazado en parte a la banca de su labor para interconectar ahorro con inversión. Ganan espacio cada día fórmulas alternativas de financiación de los negocios, pese al fuerte arraigo de los bancos como depositario del ahorro y dispensador de crédito. Incluso el fenómeno de la banca en la sombra, por suerte apenas presente en Europa, y las iniciativas de determinadas emplesas globales de internet, son un componente más que mina el futuro de la actividad bancaria tradicional.
No será suficiente, en todo caso, una reducción drástica de la capacidad instalada para poner en orden al sector. Tras dieciseis años en el euro, los bancos han seguido comportándose como entidades locales en su propio país, aunque hayan explorado el negocio en otras divisas, como han hecho Santander o BBVA. Se precisa una intregración ordenada entre bancos europeos que dé fortaleza a las entidades y disponga de una clientela más ecléctica y más rica, menos vulnerable a las crisis. No tiene sentido alguno disponer de una supervisión común, un sistema común de resolución de crisis, y mantener un sector bancario provinciano.