Unidad para afrontar la larga guerra al terror
Esta vez ha sido Bélgica el objetivo del terrorismo yihadista. Tras Madrid, Londres y París, ha sido la capital comunitaria europea la diana del terror, con al menos 34 muertos en tres atentados consecutivos en el aeropuerto y el metro bruselense, reivindicados por el Estado Islámico. Pero esta vez, como las anteriores, es un atentado contra toda Europa, contra la civilización occidental, contra los valores democráticos, libres y solidarios, contra el progreso que defienden los europeos, y que una minoría fanática, en parte alojada en el seno de Europa, insiste en destruir. El problema no es nuevo ni en Europa ni en el mundo; lleva décadas mutando de plaza en plaza, aprovechando cada conflicto bélico en Oriente Medio, como ramificaciones del contencioso nunca resuelto del todo entre judíos y palestinos. Y el mundo debe prepararse mental, moral, legal y policialmente para hacer frente a una guerra muy larga, de décadas probablemente, contra las embestidas terroristas, y tratar de minimizar el efecto sobre el modo de vida de las democracias libres, desde la práctica de sus libertades, hasta el comportamiento de la economía.
Bélgica lleva unos meses en el ojo del huracán: tras los atentados de París, cuya gestación parece confirmado que se produjo en los barrios de Bruselas, la presión sobre una actitud cuanto menos lasa de las autoridades belgas no ha dejado de crecer, sobre todo por el poco grado de colaboración entre servicios secretos y policiales comunitarios cuando las sospechas apuntaban a nuevos golpes en la parte más débil. Los terroristas han elegido Bruselas también por lo que significa acoger las instituciones comunitarias, donde se toman las grandes decisiones del viejo continente, tanto económicas como militares, y han elegido ayer, porque, tras dos días de huelga de los controladores franceses, el aeropuerto tendría una de las jornadas de mayor tráfico del año.
Desde el atentado que costó la vida a cerca de 200 personas en Madrid, en marzo de 2004, han pasado doce años; pero desde entonces la política comunitaria en la lucha contra el terrorismo se ha limitado a la colaboración policial dentro de las fronteras de los veintiocho, sin llegar ni siquiera a crear un cuerpo especial de policía paneuropea antiterrorista, cada vez más necesario, dado que no se vislumbra un final cercano al azote yihadista. Aunque los tratados comunitarios hablan de la necesidad de cada país de auxiliar a cualquier miembro que sea atacado, Francia se ha quedado sola en el invierno pasado respondiendo militarmente a los atentados de París, mientras que sus socios colaboraban con declaraciones sin duda bienintencionadas, pero hueras de compromiso de facto. Ayer el presidente francés François Hollande, recordó que se trataba de una guerra y que sería muy larga, y dio a entender también que no se podía limitar a la defensa dentro de las fronteras y dando siempre al terror la ventaja de la sorpresa.
Aunque no sea Europa por su cuenta quien decida combatir en el terreno al Estado Islámico, debe implicarse más, como debe hacerlo EE UU, en algo que solo han hecho aisladamente Rusia, Francia o Reino Unido. Estado Islámico no es Al Qaeda: es un estado, una economía de guerra para hacer la guerra, y con miles de yihadistas europeos dispuestos a colaborar hasta morir por sus aviesas consignas. El terrorismo internacional nunca actuaba solo, siempre tenía alguna estructura de estado detrás; pero ahora la identificación es explícita, la diana es visible para todos. Europa debe, como todos los demócratas, estar muy unida, pero muy decidida a combatir esta lacra. Debe utilizar toda la fuerza de sus leyes, respetando las libertades, contra el terror, con la convicción de que la democracia siempre es más tenaz que la barbarie. Europa fue siempre un oasis de libertad y de progreso, y para seguir siéndolo, precisa de seguridad.