El pánico alemán
Por qué la esfera tecno-institucional que determina la política económica alemana todavía se niega a cambiar sus rígidas recetas pese a la apuesta por medidas expansivas de la comunidad internacional? Para dilucidar una respuesta que sea razonable y que no se quede en la superficie visible, es necesario comenzar escarbando en su psique.
“¿Por qué no detuvisteis a Hitler?” Las generaciones de jóvenes alemanes hasta hace muy poco tiempo todavía hacían esta pregunta tan lacerante a sus padres y abuelos. Las respuestas que tradicionalmente habían obtenido siempre habían resultado poco satisfactorias a la hora de analizar críticamente, como un fenómeno histórico específico, las causas por las que la democracia capitalista que estuvo vigente en Alemania hasta 1933 fracasó trágicamente.
La esfera tecno-institucional de la política económica germana se niega todavía a cambiar sus rígidas recetas
Podríamos resumir que fue de los desequilibrios surgidos entre los factores económicos de la subestructura y el funcionamiento institucional de la superestructura, y de la dialéctica entre la producción material y la producción espiritual de aquel momento, de donde surgieron las fuerzas que colapsaron la República de Weimar. Así, el pago por la reparación suscrita en el Tratado de Versalles, la propia deuda generada para financiar la Guerra, el temor ante la amenaza de una revolución bolchevique dirigida por Moscú, la brutal crisis de la inflación de 1922 y 1923, la recesión económica de 1931 (motivada por la crisis del 29 en EEUU, cuyos bancos habían proporcionado al tejido empresarial alemán miles de créditos a corto plazo para cubrir inversiones a largo plazo), el consecuente paro galopante que alcanzó los 6 millones de desempleados en 1932, la avaricia de unos partidos de derecha y de izquierda insatisfechos psicológicamente con la Constitución y con el sistema que la ejecutaba (que fue siempre excesivamente presidencialista), se interrelacionaron de un modo complejo y caótico.
Aplicando la lógica del materialismo histórico, todas las ideologías que se batieron por aquel entonces para imponerse y dominar al contrincante, llevando el mundo al abismo, tuvieron su origen fundamental en el hecho económico. De ahí se ha construido un mito, que en otro contexto hubiera sido desprestigiado por los teóricos liberales al significar un análisis ortodoxamente marxista de aquellos acontecimientos. Paradójicamente, este mito (hacer encajar lo que no es), sedimentado desde 1945, ha sido tremendamente útil durante los últimos 69 años para articular el instrumental mental (utilizando la noción de Lucien Febvre) que ha aplicado técnicamente la élite política alemana, abastecido por los planteamientos económicos falsamente socialistas de Konrad Adenauer, Alfred Müller-Armack y especialmente por el realista Ludwig Erhard. Este último terminó de formar la lógica del ordoliberalismo, acogida por socialdemócratas y conservadores por igual (disciplina fiscal, inversión pública controlada, marco de ayudas sociales amplio pero menguante en costes, una estratificación de clases sociales bien definida, una división del trabajo absolutamente inalterable y, por supuesto, dejar que el mercado funcione, interviniendo exclusivamente cuando algunos agentes caprichosos pongan en riesgo la estabilidad institucional, esto es, actuar para proteger el sistema financiero y la política monetaria).
Tras el proceso de unificación y, en especial, a partir de las reformas con las que Gerhard Schröder golpeó al Estado del bienestar a principios de la década pasada, la mentalidad alemana post-Weimar conquistó, al fin, el espacio más incrédulo de las creencias de los más jóvenes, y al hacerlo, mientras se beneficiaba de una crisis mundial que realmente no supo anticipar, se apoderó del inconsciente político de Europa, diseminando la fe en el ordoliberalismo como el sistema con mejor capacidad de adaptación ante la cruel Naturaleza.
¿Cuál es el mito que media para que todos los espectros políticos y sociales alemanes se unan en el sacrificio por una sociedad ordenada, aunque sea desigual, y que lo admitan sin remordimientos?
El miedo al cambio social y a la democracia surgen del temor a sufrir la ira del modelo de producción
En 1930, Theodor Geiger, en Pánico de la clase media, dibujó el contorno de un nuevo agente histórico, diferente del proletariado y de la clase capitalista, y que a mi modo de ver empezaba a actuar como pura neguentropía. Es decir, no es tanto que la nueva clase poseyera una función concreta para regular los extremismos radicales y compensar las asimetrías programáticas, sino que en sí misma era capaz de decidir unas elecciones, ya que podía tomar partido por los de un lado o por los otros. Pero en 1932, el imparable empobrecimiento acumulado de esta clase media, su rabia por el miedo a la minusvaloración al haber dejado de estar en un lugar destacado, su desesperación por la traición de aquellos que supuestamente debían haber velado por su prosperidad, viéndose reducidos a no diferenciarse del proletario más rústico y violento, les produjo una confusión ideológica que finalmente culminó en el odio por no ser más una parte de la burguesía con la que soñaban y de la que eran infantilmente cautivos. He ahí la semilla de la distorsión psicológica a la hora de elucidar el motor de la historia.
Desde entonces, el mito que ascendió de la catástrofe protagonizada por el nacionalsocialismo ha consistido en potenciar el respeto por un supuesto orden natural de la sociedad, entendido este no como una responsabilidad colectiva para erradicar la injusticia y aspirar a más democracia, sino como el receptáculo de la fe basada en preservar la disciplina individual (asumir la posición en la que naces y aprovechar los mecanismos compensatorios para mejorarla) y la obediencia ciega a la austeridad económica como medios para mantener alejado del confortable hogar el alma primitiva (el salvajismo anti civilizatorio) que destruyó Weimar.
Ni Angela Merkel ni el Consejo de Expertos Económicos que la asesora, actúan fuera de la mitología pseudocientífica que históricamente se ha construido para hacer creíble la predestinación latente (el-resurgir-sin-experimentos). Lo más intrigante que yace en el modo de pensar alemán (que se mantiene inalterable salvo cuando recibe un golpe de iluminación), y que condiciona la evolución de la democracia capitalista europea, es la aprensión de que una Constitución no es suficiente para garantizar el progreso de una sociedad, no es una herramienta definitiva para aplacar una crisis cuando ésta amenaza con trastocar el funcionamiento del Estado y la convivencia entre las diferentes clases sociales. Bajo esta dinámica intelectual, una constitución democrática queda reducida a un mero dispositivo de mediación al servicio de lo que demande el hecho económico, concentrándola en prevenir cualquier atisbo de pánico ante cualquier sospechosa confusión ideológica.
En la Alemania del siglo XXI se cumplen las profecías de Marx, tal y como sucedió la noche en que Martin Lutero le hizo la promesa a Dios de entrar en el monasterio de Erfurt para hacerse monje de la orden de San Agustín: el miedo al cambio social y a la democracia surgen del temor a sufrir la ira del modelo de producción económica (otro yugo religioso); en el caso del joven Lutero, su psique cobró forma histórica por medio de su miedo a que un rayo divino le fulminara en medio de una tormenta. Las consecuencias del reificado juramento protestante forman parte del complejo psicológico post-Weimar que, desafortunadamente, viaja en la sombra de nuestro porvenir histórico, frenando las posibilidades de experimentar con sistemas alternativos de producción económica.
Alberto González Pascual es gerente de conocimiento y transformación organizativa de PRISA.