Presunción de inocencia y libertad de expresión
Raro es el día que no aparece en los medios de comunicación una imputación a políticos o funcionarios por malversación o menoscabo de los caudales públicos que tienen confiados. Se relatan detalladamente los hechos, muchas veces, sin constatar. El Tribunal Constitucional ha dictado numerosas sentencias en defensa de la presunción de inocencia, invocada constantemente pero no respetada. Según el alto tribunal, cuando se inicia un proceso contra cualquier ciudadano, debe partirse de una “verdad interina”, la de su apriorística inocencia. Para destruirla, hacen falta pruebas de cargo obtenidas con todas las garantías y que un tribunal competente e imparcial declare su culpabilidad, tras comprobar que existen actos incriminatorios y pruebas que borren toda incertidumbre sobre la culpabilidad o inocencia. Es una presunción que garantiza el derecho de toda persona a no sufrir sanción o condena mientras no se declare judicialmente su culpabilidad. Se exige en el proceso penal y en el enjuiciamiento de la responsabilidad contable, competencia del Tribunal de Cuentas.
Este derecho se proclamó en la Revolución Francesa y en la Quinta y Decimotercera Enmiendas de la Constitución de los EE UU. Más tarde se plasmó en la Declaración Universal de Derechos Humanos el 10 de diciembre de 1948, en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos de 1950 y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Hoy figura en las grandes convenciones internacionales y en todas las cartas magnas de los países desarrollados.
El artículo 24 de la Constitución española establece: “Todos tienen derecho a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas, a no declarar contra sí mismos, a no declararse culpables y a la presunción de inocencia”. En este precepto se compendian las garantías que los jueces y tribunales están obligados a tutelar.
Sin embargo, el derecho se vulnera con impunidad. Cuando se tiene conocimiento de un delito sin esperar a que se practique una mínima actividad de instrucción, se publica el nombre del supuestamente culpable señalándose interioridades de su vida y en los delitos económicos exponiendo documentos personales, como sucedió hace poco respecto a una persona inculpada, perseguida inmisericordemente y cuya causa fue archivada. La persona sufre una cruel persecución que no debería admitirse. Los delitos deben castigarse con las penas que la ley haya establecido, sin aplicar castigos adyacentes como la divulgación de conductas personales sin relación con el asunto. El derecho alemán y el austriaco consideran punibles las informaciones indebidas.
En ocasiones, por el trabajo de jueces, abogados y familiares, se descubre que el autor del delito es una persona distinta a la primitivamente inculpada. La sociedad se estremece ante tal injusticia, pero ello no sirve de ejemplo para futuros comportamientos. Tras el primer asombro, se inicia nuevamente el acoso sobre otro nuevo presunto, invocando generalmente el derecho de información que la sociedad demanda.
La libertad de expresión y de información son derechos protegidos en la Constitución, imprescindibles para la democracia, pero los tribunales han establecido con claridad sus límites. Quedan extramuros de la protección las injurias y el insulto personal o familiar. La información debe haberse obtenido “según los cánones de la profesionalidad informativa, excluyendo rumores o puras insidias”. Es decir, el derecho al honor pone límite al de la libre expresión. Hay que rechazar el insulto, incompatible con la dignidad de la persona que consagra el artículo 10 de la Constitución. El peligro de la inversión de la carga de la prueba no está lejos de ningún miembro de la sociedad. La vulneración del derecho al honor es absolutamente irreparable.
Considerar culpable a una persona sin pruebas daña la estima propia y ajena, y puede acarrear la destrucción física y psicológica del inculpado y de su familia. Con ello, se pone en duda la fe en la justicia y la sociedad se degrada. Los derechos fundamentales constituyen un conjunto de normas de recto comportamiento conquistadas a lo largo de la historia con pertinaz esfuerzo, mediante constans et perpetua voluntas, como decía Ulpiano, el gran jurisconsulto romano. Merced a ello se ha ido perfeccionando un modelo normativo para alcanzar la paz social. El ideal es que la justicia prevalezca sobre cualquier impulso circunstancial negativo. Por eso es necesario defender los derechos fundamentales que hacen de un colectivo humano una verdadera sociedad en pacífica convivencia.
Guadalupe Muñoz Álvarez es académica correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación