En el centro de una balanza escurridiza
Unificar proveedores es una de las estrategias de outsourcing
Una de estas dos noticias aparecidas en las pasadas semanas en la prensa es falsa. ¿La adivinan? “La Administración está intensificando la externalización de multitud de servicios como forma de ahorrar costes y conseguir que la función pública sea viable”. “La Administración está reduciendo sus procesos de externalización, ya que prefiere asumirlos como propios para evitar incurrir en un gasto mayor que ponga en riesgo el Plan de Estabilidad Presupuestaria que España ha presentado en Bruselas”.
¿Respuesta? Pues había cierto truco, ni son falsas ni son acertadas. Ambas tienen su cuota de veracidad y de interpretación. Esta forma de introducir el tema revela la cantidad de grises que se viven en el debate de la externalización de los servicios públicos. Sobre todo porque muchos ciudadanos asocian outsourcing con privatización. Y esa es una linde de peligroso tránsito cuando hablamos de sanidad o educación. “Resulta imprescindible que la Administración aplique unos principios correctos a la hora de externalizar. En ellos tienen que estar claros los objetivos y las metas. No defiendo que no se externalice, sino que se haga respetando los criterios de valor público”, reflexiona Miguel Fernández-Rañada, profesor de la Escuela de Organización Industrial (EOI).
Porque, a día de hoy, el gran sentido del outsourcing es su habilidad para reducir costes y mejorar la calidad de los servicios que se prestan. No existe otro. Y la presión, sobre todo cuando Bruselas nos exige este año un déficit público del 6,5% del PIB y del 5,8% el próximo, arrecia. “Hay que externalizar todo aquello que no cruce una línea de decisión en la que el interés de una empresa pueda ponerse por encima del beneficio del ciudadano. De esa línea hacia fuera, todo es externalizable”, sostiene Fernando Eusebio, socio responsable del sector público de Everis. ¿Todo?
Aparte de los consabidos servicios de justicia, defensa o seguridad pública, que se hallan lejos del alcance del outsourcing por razones evidentes, son muchas las actividades que la Administración está sacando fuera. Josep Palet, experto de Deloitte, esboza su particular lista. Y nos habla de lo que en la jerga de este mundo llaman servicios de backoffice transversales (manejo de los recursos humanos, gestión del departamento económico-financiero, áreas de contratación y compras) y soluciones informáticas. Pero sobre todo dirige la mirada al ámbito de las TIC (tecnologías de la información), “que es el que tiene un mayor grado de externalización”, asegura este experto. Y da un ejemplo. La Generalitat de Cataluña, a través del Centre de Telecomunicacions i Tecnologies de la Informació (CTTI), puede ahorrar hasta el 30% de la factura tecnológica gracias a la unificación de proveedores.
Esta estrategia hacia la concentración, en la que una sola empresa presta gran parte de los servicios públicos, es otro de los pilares que estos días sostiene el outsourcing. El Ayuntamiento de Móstoles (Madrid) enarbola la bandera de esta idea. “Hemos ahorrado más de dos millones de euros con la unificación de los contratos de la vía pública”, describe su regidor, Daniel Ortiz (Partido Popular). Algo parecido se ha hecho con los convenios de limpieza de los colegios, que se han transformado en un ahorro del 18,5%.
A 211 kilómetros de la capital española, en Valladolid (320.000 habitantes), Cristina Vidal, concejala de Urbanismo, también del PP, ha dejado en manos de una sola compañía, Aqualid (filial de Agbar), la gestión de todo el ciclo del agua de la ciudad. Desde su distribución hasta su reciclaje. Gracias a este enfoque de los recursos, “los vallisoletanos figuran entre quienes menos pagan por el agua en España”, afirma la gestora pública.
Puede ser cierto, pero resulta nítido que la Administración “está delegando en empresas privadas aquellos servicios (agua, alcantarillado, tareas funerarias) que estas compañías pueden facturar directamente al ciudadano”, observa María Jesús Escobar, responsable del sector público de Ernst & Young. De tal forma que el flujo de caja es, por decirlo así, inmediato. En la otra bancada estaría la limpieza o la jardinería, que se cobran más tarde, y que solo se hallan al alcance de firmas con un músculo financiero fuerte. Como efecto secundario, este requisito suele orillar del negocio a las pymes.
Esta es una tendencia evidente, pero no la única. Cada vez existen más externalizaciones en las que, además del ahorro en costes concentrando proveedores, se busca financiar la operación. Con esto, el Estado difiere en el tiempo los gastos y las inversiones iniciales. A cambio le ofrece al proveedor mayor tranquilidad a partir de contratos que duran más.
Sin embargo, este es un escenario un tanto idílico y conviene separar esperanzas y realidades. El principal factor hoy para que una empresa consiga una licitación pública no es el servicio, sino el precio. “Ha ganado un peso desmesurado en nuestro negocio”, advierte Carlos Coll, experto de Accenture. Tanto que “en algunos concursos es el único requisito: quien ofrece el precio más bajo, se lo queda”, admite.
La presión para reducir costes es un signo de los tiempos. Otro, recuerda César Cantalapiedra, economista de Analistas Financieros Internacionales (AFI), es que “no existe un mercado de verdad transparente a la hora de saber quién se adjudica los contratos”.
La Administración es conocedora de esa flaqueza y quizá por eso recurra a empresas como Bravo Solution, cuyo punto fuerte es, según narra Asunción Ramírez, directora comercial de la firma, montar los pliegos técnicos (algo bastante complejo) de los concursos. También ganan valor los desarrollos informáticos —como el almacenamiento en la nube o el streaming— de los que se encargan firmas como Gigas, quien trabaja para partidos políticos, canales de televisión y ayuntamientos, describe Diego Cabezudo, su consejero delegado.
Pero todos estos servicios, tan distintos, comparten una bisectriz común, y es que serán evaluados por “criterios de eficacia y eficiencia”, ahonda Cándido Pérez, de KPMG. De tal manera que los ingresos de las empresas privadas que colaboran con la Administración dependerán de alcanzar unos determinados objetivos. Pese a todo, a algunos ya les salen las cuentas. Incluso en las actividades más sensibles. “El coste de una residencia de ancianos es un tercio inferior cuando lo gestiona la iniciativa privada frente a la pública”, afirma José Antonio Peláez, socio de PricewaterhouseCoopers (PwC), quien insiste en un gasto: “Hay una gran oportunidad de generar ingresos y eficiencias si se desinvierte el enorme patrimonio inmobiliario del Estado, cuyo coste de mantenimiento es elevadísimo”.
Ahora bien, que nadie vea en estos procesos, que no dejan de tener un componente de merma, una panacea. Uno de esos riesgos es la pérdida que puede sufrir la Administración en términos de conocimientos y habilidades que son clave en su gestión diaria. Además hay que encontrar fórmulas objetivas —algo que resulta complicado— para cuantificar los resultados de la iniciativa privada. Aunque tal vez lo más difícil sea buscar un equilibrio en el fiel de la balanza. “Tan negativa es una Administración muy exigente con los proveedores, como un proveedor con una posición de fuerza frente a lo público”, reflexiona Josep Palet, socio de Deloitte. El éxito, una vez más, reside en el punto medio.