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Tribuna
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æpermil;tica y estética en el ejercicio del poder

La tendencia del hombre a formar grupos diferenciados dentro de la propia organización social se hunde en la noche de los tiempos. La finalidad, estructura interna y normas que los gobiernan son, lógicamente, de lo más variopinto, dependiendo de la propia naturaleza de su constitución. Hay, sin embargo, incluso en esta diversidad, dos características básicas que los identifican: una jerarquía de poder/liderazgo y un código propio que hace de muralla protectora frente al exterior. Por eso, cuando hay una disonancia entre sus miembros rara vez esta trasciende, sino que se resuelve dentro, como mejor forma de defender los objetivos, intereses y, en determinados casos, privilegios del conjunto.

Algo así pasó en la resolución del llamado caso Dívar, en donde las discrepancias se zanjaron de manera abrupta, saltando a la opinión pública, que ha juzgado con saña dichas actuaciones y exigido, una vez más, la necesidad de una mayor transparencia en el uso de los dineros públicos, independientemente de la altura institucional del organismo en cuestión.

El artículo 7 de la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública, ley número 27806, consagra este derecho, no siempre detallado y cumplimentado en la práctica. Bienvenida sea, pues, la cuota de humildad transmitida finalmente por el Consejo General del Poder Judicial en la resolución de este asunto y solo queda esperar que las medidas de recorte y transparencia adoptadas sean suficientes.

Pero siendo importante la reflexión sobre lo acontecido, más aún con el criterio de ejemplaridad que debe dirigir, presuntamente, el comportamiento de los altos funcionarios del Estado, se han puesto de manifiesto otros aspectos de debate, no por reiterados menos necesarios y urgentes.

El primero es que, dos siglos y medio después de la teoría clásica del barón de Montesquieu, la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial sigue sin consolidarse en la práctica. La contaminación de la política en el ámbito de lo judicial continúa siendo un hecho, y al contrario, por más que algunos miembros del Gobierno de turno, o del estamento judicial, se empeñen siempre en negarlo.

El manejo del poder por parte de los partidos políticos, desde cualquiera de las instancias de este, se manifiesta insaciable y la tentación de ejercerlo es resolutoria, sobre todo si se tienen mayorías absolutas. No hace falta recordar por lo cercana la elección del nuevo presidente de RTVE, con un cambio de norma tan bochornoso como los argumentos utilizados. Una muestra más de la deriva absolutista de este Gobierno, empeñado en sembrar el pánico a través de sus decretos-leyes y a recoger de cosecha la contestación de todas las instituciones y colectivos imaginables.

Son los propios jueces los principales interesados en apartarse de cualquier trama que vincule sus dictámenes a la política, en acreditar una voz personal que llegue diáfana a la sociedad. Dejemos a un lado la imagen estigmatizada de cierta clase política y reclamemos para la judicatura la independencia, el criterio y la imparcialidad en el ejercicio de la justicia que les corresponden.

Para el conjunto de los ciudadanos, y especialmente para los más desfavorecidos, es la última cuerda a la que agarrarse, y hoy pocos de ellos suscribirían la máxima de que la justicia es igual para todos. Tiene que haber fórmulas que minimicen el impacto de los partidos políticos en la constitución de los máximos organismos judiciales, cláusulas protectoras que actúen de abrigo frente a posibles decretazos y/o injerencias externas.

De otra forma, se instala en la opinión pública, y a poco que uno se ponga a navegar por blogs y redes sociales lo comprueba, la sensación de estar regidos por una suerte de poder ilustrado, una cohorte que goza de gran impunidad y que incluye a políticos, banqueros, representantes de organizaciones empresariales, altos funcionarios del Estado, etc., obstinados en conservar su sillón y privilegios (grandes sueldos, bonus, dietas, jubilaciones, coches oficiales, etc.), absolutamente corporativista y poco permeable a nuevas incorporaciones. Un Gobierno al margen de los sentimientos, necesidades y problemas reales de la ciudadanía. La reedición en nuestro siglo de las antiguas teorías que defendían la autoridad de una élite o aristocracia instruida y erudita, más capacitada para decidir que el pueblo llano. ¿Cuántas veces hemos oído y leído eso de ellos se lo guisan y ellos se lo comen?

Debajo de la coraza de la legitimidad, que se ampara en la representación democrática, no puede esconderse la falta de transparencia y diálogo, la defensa a ultranza de determinados privilegios y, menos aún, la desviación, apropiación, uso no consensuado o derroche de los fondos públicos.

El peligro de envilecimiento de la sociedad civil, de desconfianza entre sus miembros, de pérdida de capital social en definitiva, es el sedimento que queda tras este tipo de conductas. æpermil;tica y estética van juntas en el ejercicio del poder.

Pedro Díaz Cepero. Sociólogo y consultor de empresas.

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