La crisis del empleo entra en la fase decisiva
La embestida de la recesión en el empleo no cesa, aunque parece haber entrado ya en la última fase, la que se concentra en ajustar las plantillas de las empresas más resistentes a la contracción, las que han mantenido el tipo hasta que la longevidad de la crisis ha agotado su tenacidad. El comportamiento del empleo en el tercer trimestre en España revela que la destrucción se centra ya en el músculo más cercano al tejido óseo y que, por tanto, el fenómeno ha entrado en la fase de resolución. En otras palabras, la crisis puede estar ya en el principio del final, una situación que se ha precipitado tanto por los ajustes de gasto público como por una normativa más flexible para ajustar y abaratar plantillas.
En los meses de verano, con un comportamiento asimétrico por la naturaleza estacional de actividades intensivas en empleo en España, la pérdida de ocupación ha llegado a 96.900 personas, una cantidad elevada, pero alejada de los duros castigos de años pasados. Además, la industria ha incrementado los ocupados por el tirón de la demanda externa de manufacturas, y el avance del paro ha sido inferior al esperado por la pérdida, aunque limitada, de población activa. Por contra, la tasa relativa de desempleo se coloca por vez primera por encima del 25%, lo que significa algo tan dramático que uno de cada cuatro residentes en España con edad y deseo de trabajar no puede hacerlo.
Estos detalles pueden alumbrar la esperanza de que el mercado ha entrado en esa fase cercana a la estabilización, y que supondría que el recorrido al alza de la variable más dolorosa de la crisis podría estar acabándose. Es algo temprano para hacer esas aseveraciones. Pero sí es cierto que las políticas económicas aplicadas en los últimos trimestres son un puente de plata para acelerar el ajuste y estabilizar la economía, y con ella el empleo, en poco tiempo.
Hay acontecimientos que revela Estadística que advierten de tal posibilidad. La destrucción de empleo se ha concentrado sobre todo entre los asalariados (caída de 164.100), y por encima de todo en aquellos que tenían contrato fijo (pérdida de 179.400), solo en parte compensados por empleo temporal y por autónomos. Esta concentración destructiva en estos colectivos se produce por la posibilidad de ajustar plantillas de forma más flexible y barata que antes de la reforma laboral, sobre todo en empresas que habían demorado la reestructuración por entender que podrían evitarla (la banca es el mejor ejemplo), así como por el ajuste de empleo en el sector público (mayor que el del sector privado) tras las políticas obligadas de rigor en el gasto.
Una profundización de estos comportamientos en los dos próximos trimestres podría culminar el ajuste de la fuerza laboral en el país, aunque no hay que descartar que ello suponga una fuerte subida de la tasa de paro, si es que prosigue la salida de nativos y extranjeros ante la falta de oportunidades laborales, o saltar la barrera de los seis millones de parados (ahora hay 5.778.100) si los activos crecen.
Cualquiera de las dos cosas es sonrojante para una de las sociedades más ricas de la OCDE. A la legislación laboral aplicada en el último año, que abarata el coste de rescisión y posibilita para las empresas más cíclicas mecanismos de ajuste temporal de empleo o bajada de costes laborales ordinarios -este año en los expedientes colectivos de crisis se han refugiado cinco trabajadores en suspensión temporal de empleo o reducción de jornada por cada uno que ha sido despedido-, hay que añadirle un verdadero esfuerzo por parte de los agentes económicos para profundizar en la devaluación interna. Solo una reducción significativa de costes y precios de todos los procesos productivos recompondrá los niveles de competitividad de las empresas para abandonar la crisis en la que está atrapada la economía.
Esa es su contribución; pero debe ser compensada por un abaratamiento de la financiación para reactivar la economía, que ayudará también con la generación del empleo a acelerar el desapalancamiento. El Gobierno debe despejar su parte -la financiación depende del coste inhibidor de la deuda pública- y debe aplicar sin dilación las reformas planteadas, especialmente el saneamiento de la banca, que paraliza la circulación del ahorro y el crédito.