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Columna
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La madre del cordero (laboral)

Después de vueltas y revueltas, terminamos una legislatura y comenzamos otra con la reforma laboral entre las tareas pendientes. Debe ser que la pérdida del poder abre las mentes, porque hace unos días un alto cargo del Ministerio de Trabajo afirmaba algo hasta ahora contumazmente negado: que las rigideces de nuestra normativa laboral provocan que el ajuste empresarial se produzca, por regla general, destruyendo empleo. A buenas horas, mangas verdes. Si esa convicción hubiese formado parte del acervo gubernamental de ideas para afrontar la crisis del mercado de trabajo, probablemente no estaríamos ahora en la situación en la que estamos.

En todo caso, el nuevo Gobierno habrá de retomar el proceso de reformas. Y aunque sus ideas parecen claras al respecto, las concreciones prácticas de los planteamientos reformistas pueden ser, sin embargo, diversas. Pueden poner, esto es, el acento más en unos aspectos que en otros y pueden dar prioridad a unas u otras cuestiones. En ese sentido, hay margen para barajar distintas posibilidades y, por tanto, para la negociación sobre las mismas. Pero existe, en mi opinión, un punto crucial, la madre del cordero, sin cuya inclusión en las reformas nada sustancial se conseguirá. Y ese punto crucial no es otro que el de la ruptura del bloqueo que la actual negociación colectiva impone a la renovación y a la adaptación de las relaciones laborales.

Creo que el principal factor de rigidez de nuestras relaciones laborales (que es el que hace que el ajuste tenga lugar, fundamentalmente, en términos de empleo) proviene, más que de la legislación, de la negociación colectiva. Es esta negociación la que mantiene anclada nuestra realidad laboral en esquemas del pasado y la que ha impedido la adaptación empresarial al nuevo escenario económico. Y la que ha hecho, al mismo tiempo, que la tutela de los derechos laborales haya sido incapaz de convivir con la protección del empleo.

Esa situación podrá corregirse, que no cambiarse, con algunas medidas concretas, entre las que sobresale el nuevo papel de los convenios y acuerdos de empresa. Pero para que se produzca el cambio sustancial que las circunstancias requieren, una medida resulta insoslayable: los convenios colectivos deben abandonar las excrecencias corporativas y recibir el tratamiento que en un ordenamiento democrático les corresponde, que no es otro que el propio de los contratos. El convenio es un contrato, colectivo porque al menos uno de los contratantes es un sujeto colectivo, que actúa en representación de los individuos, para fijar colectiva y no individualmente sus condiciones de trabajo, pero contrato. En cuanto tal, prevalecerá sobre los contratos individuales y gozará, como exige la Constitución, de fuerza vinculante sobre los mismos, pero sin que eso suponga gozar del carácter normativo que, reminiscencias corporativas, actualmente se le atribuye, ni constituirse en fuente del derecho, en vez de ser, como es, fuente de las obligaciones.

La consecuencia ineludible de ello es que, como todo contrato, el convenio ha de tener la vigencia que las partes acuerden. Los negociadores son muy libres de fijar una vigencia de elevada duración, incluso para algunas cuestiones indefinidas, así como de pactar la aplicación de las regulaciones del convenio vencido mientras se alcanza un nuevo acuerdo. Pero la imposición legal, herencia del franquismo y que todavía se mantiene, de la aplicación del convenio tras la finalización de su vigencia, y hasta que uno nuevo lo sustituya, debe ser urgentemente erradicada. Imponer esa aplicación vulnera el derecho a la negociación colectiva y anula la libertad de contratación, al mismo tiempo que hace inviable en la práctica la renovación de los contenidos de los convenios y la adaptación de las relaciones laborales al cambio de las circunstancias económicas, empresariales y sociales. La ultraactividad impide la libertad de negociación y convierte a la parte empresarial en rehén de todas las concesiones del pasado, sean o no sostenibles y sean o no compatibles con los cambios productivos y organizativos.

Tras un plazo razonable (y breve, dos o tres meses), las regulaciones del convenio vencido deben dejar de ser de aplicación. Solo así se enriquecerán los contenidos de la negociación colectiva y las relaciones laborales dejarán de estar ancladas en el pasado.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo. Socio de Garrigues

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