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A fondo

En un lugar de La Mancha cuyo AVE prefiero olvidar

El director de viajeros de Renfe, Enrique Urquijo, abrió el lunes la caja de los truenos al anunciar la suspensión de los tres servicios diarios de una extraña línea denominada AVE de La Mancha que unía Toledo, Cuenca y Albacete, vía Madrid. El anuncio engrasó una tesis muy en boga, y más de un político y de un medio de comunicación sentenciaron que el fracaso de la línea manchega es síntoma de "la ruina" del proyecto español del tren de alta velocidad.

Curioso es que los mismos políticos, armados de un rancio localismo, fueran los que hace poco reclamaran que el tren veloz pasara por su pueblo y parara en la misma puerta de su casa.

Es fácil comprobar en la lista de 177 servicios diarios de alta velocidad operados por Renfe que el llamado AVE de La Mancha es una absurda excepción.

Su supresión se interpreta ahora como un síntoma de un augurado fracaso del proyecto AVE. Pero a comienzos del presente año, cuando se gestó este enloquecido trayecto, nadie se preocupó de denunciar la cacicada que con ello cometían las autoridades autonómicas y municipales de Castilla-La Mancha.

La responsabilidad de Renfe, en este caso, es haber aceptado presiones para terminar inaugurando un engendro de AVE que ningún estudio de mercado podía sustentar.

La supresión del Toledo-Cuenca-Albacete puede ser interpretado como un síntoma del fracaso del proyecto AVE, en la misma medida que la quiebra del aeropuerto de Ciudad Real sea un indicador del fracaso de la aviación comercial.

El AVE de La Mancha, si algo demuestra, es la afición de cierta clase política a considerar los proyectos que se soportan con la iniciativa y el dinero público como una suerte de muestrario de mérito propio y que, por tanto, pueden gestionar a su antojo.

Pese a estas actitudes chuscas, el proyecto del AVE en España, con tres décadas de historia y una inversión de 32.000 millones, es un ejemplo de la mejor manera de concebir la actividad política. De hecho, el tren veloz se ha convertido en uno de los escasos consensos que la democracia española ha logrado mantener a lo largo del tiempo, pese a la pelea de gallos en que se ha convertido la relación entre los partidos mayoritarios.

Solo la insistencia en una iniciativa que lanzó el Gobierno de Felipe González, continuó el Ejecutivo de José María Aznar y se mantiene con el Gabinete de José Luis Rodríguez Zapatero ha permitido que hoy la red en servicio alcance 2.665 kilómetros y conecte 24 ciudades.

Ahora se extiende entre una opinión pública desanimada la idea de que la inversión en el tren veloz fue un exceso de tiempos mejores. Algunos ya han acuñado el dogma este AVE es una ruina.

De modo sorprendente, los más señalados agitadores de esta tesis se esconden en empresas multinacionales que se han hartado de firmar con el Estado español contratos millonarios para suministrar distintos equipos de un tren veloz que ellos mismos aconsejaron fuera de máximos: 350 kilómetros por hora, infraestructuras exclusivas, señalizaciones interoperables o trenes de la más alta gama, que en muchos casos se entregaron vírgenes de experiencia para ser homologados en el banco de pruebas de la red española.

El AVE no es una ruina. Pero ello no quiere decir que la forma en que se gestiona resulte manifiestamente mejorable; máxime si echamos cuentas del caudal de recursos e ilusión que los españoles (ayudados de la UE) hemos puesto en juego.

El AVE de La Mancha señala tan solo uno de los problemas: el sometimiento de su gestión a la arbitrariedad de intereses políticos de corto plazo. Pero no es ni el único ni el más preocupante. Los excesos en la adquisición flota (una parte de los trenes se oxidan en las cocheras o han debido ser reformados), el retraso de la puesta en servicio de la señalización ERTMS nivel 2 (aún no está operativa cuando sus primeras contrataciones se remontan a 2000), la ausencia de conexiones de intermodalidad, sobre todo con los principales aeropuertos, etc., etc.

Pero, por destacar el problema más grave, hay que denostar la política comercial de Renfe con tarifas rígidas, adobadas con trasnochadas aplicaciones de descuento. La tardanza en incorporar el AVE a los circuitos en los que la aviación y el transporte de pasajeros por carretera venden sus ofertas (subastas inversas por internet) han persuadido a los viajeros españoles (durante décadas orgullosos de su tren veloz) que el AVE es un transporte caro, solo al alcance de empresas y ricos.

Renfe, que supo en su día rebajar las ínfulas del AVE de máximos diseñado por multinacionales y políticos, creando productos muy populares como las lanzaderas, las tarifas estrella o los servicios Avant o Alvia, se equivoca al no forzar un nuevo sistema de ventas que coloque la imagen del AVE al menos al mismo nivel de accesibilidad que la de sus competidores en la carretera y en el negocio aéreo low cost.

El proyecto del AVE pudo cuestionarse hace tres décadas. Denostar ahora el tren veloz es tirar a la basura el mayor esfuerzo de inversión realizado por la España democrática. Las vías y los trenes están ya ahí y lo que ahora toca es sacarles el máximo rendimiento.

El Ministerio de Fomento, Adif y Renfe están obligados a la ejecutar la gestión más eficaz de una infraestructura tan costosa. Al amparo de las nuevas directrices de la UE, también sería bueno que se abriera cuanto antes el servicio al saludable ejercicio de la competencia.

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