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A fondo

¿Son pro nucleares las empresas eléctricas?

El afán por analizar la cuestión nuclear desde una óptica medioambiental o ideológica puede conducir a engaño. De hecho, ninguna de estas razones, sino las puramente económicas, explican la renuncia de las compañías eléctricas a invertir en una energía altamente polémica. Los largos plazos de una cara inversión (un reactor tiene un coste inicial de 3.000 millones de euros y se tarda en construir entre cinco y ocho años) y los riesgos de tan dilatado proceso (regulatorios, tecnológicos y de gestión de residuos) justificarían, tanto o más que las corrientes de opinión en contra, el porqué los países europeos abandonaron la construcción de plantas atómicas en los años ochenta.

Una parálisis tan dilatada que puede hacer que el parque nuclear europeo (salvo excepciones) caduque sin solución de continuidad. ¿Por qué los defensores de este tipo de energía ponen sus esperanzas en un supuesto debate (término huero) en el ámbito político? No se trata, como aseguraba recientemente un experto, de debatir, sino de tomar decisiones. Y ni el Gobierno del PP (que aprobó el cierre de la central de Zorita) ni el del PSOE parecen dispuestos a tomarlas.

Además, el hecho de que el capital directamente implicado (empresas eléctricas y entidades financieras) no encabecen la manifestación pro nuclear, a pesar de que la moratoria expiró en la década de los 90, debería llevar a una reflexión: ¿Será porque su fino olfato, programado para detectar el beneficio, sólo les advierte de riesgos económicos? Estos incluyen el coste añadido de la gestión de los residuos radiactivos y el desmantelamiento, que dura otros 10 años más.

En este punto, no faltará quien disienta argumentando que las eléctricas son firmes partidarias de la energía nuclear, pues por algo financian lobbies como el Foro Nuclear, que se encargan de su promoción. Sin embargo, el sostén de estas asociaciones, en las que participan sobre todo las empresas auxiliares, responde más bien a la inercia y, sin ninguna duda, a la defensa del parque ya existente.

Una prueba del escaso entusiasmo de las empresas por hacer nuevas inversiones fue la privatización en 2008 de British Energy, propietaria de las 12 nucleares británicas, a cuya subasta no acudió ninguna de las grandes eléctricas europeas, excepto EDF, el coloso galo que explota 59 reactores. Conviene recordar que otro grupo público francés, Areva, es el único fabricante europeo de reactores atómicos (los EPR).

Iberdrola escenificó su interés por la compañía británica pero no se presentó a la puja. Y aunque en la actualidad forma parte de un consorcio para optar a otra decena de emplazamientos para nuevas plantas en Reino Unido, también se ha retirado de la primera subasta.

Las eléctricas, que no olvidan el fantasma de la bancarrota que planeó sobre el sector en los años 80 por la aventura nuclear, tienen muy claro que sólo abordarán la construcción de nuevas centrales previo pacto de Estado. Las centrales españolas se levantaron durante la dictadura, cuando no existían ni la libertad de prensa ni las comunidades autónomas, ahora con amplias competencias en energía y medio ambiente.

Según deseo de las empresas, el citado pacto debería garantizarles la financiación, el aseguramiento de la instalación y la estabilidad regulatoria para una inversión de larga maduración y cuya amortización se puede prolongar casi tanto como la vida útil. Además, un riesgo temido es que en el largo proceso de construcción se puedan producir avances tecnológicos que dejen obsoleta la instalación en marcha.

Ninguno de estos problemas es de aplicación a las centrales que las empresas vienen explotando desde hace más de dos décadas y que, en este caso sí, van a defender con uñas y dientes. De ahí las presiones para que la central de Santa María de Garoña, cuya vida útil de 40 años está a punto de acabar (según las especificaciones del fabricante), siga funcionando otros 10 años. Antes del viernes, el Consejo de Seguridad Nuclear debe emitir el correspondiente informe, si bien, el indulto de esta central, propiedad de Endesa e Iberdrola, está en manos del presidente del Gobierno.

Y es que las nucleares en explotación son un pingüe negocio: los ocho reactores españoles suponen un valor patrimonial de 8.000 millones para sus cuatro propietarias y, con apenas 8.000 MW de potencia instalada, representaron el 18% de la producción eléctrica en 2008, a pesar de la pérdida de su peso relativo en el mix de generación. Una proporción inversa a la de la energía eólica.

Su avanzada amortización y el bajo coste del combustible (el uranio sólo supone el 12% del total de producción, frente al 75% en el caso del gas) las convierten en la tecnología más apreciadas del sector.

Además, la favorable regulación del mercado mayorista hace que sean auténticas máquinas tragaperras. Así, el sistema de precios marginales del pool, en el que las generadoras venden la energía y las comercializadoras la compran, permite que los kilovatios nucleares se coticen al precio de la tecnología más cara casada: el carbón o el gas. El resultado: unos beneficios llovidos del cielo (windfall profit) que la Comisión de la Energía cifró el año pasado en más de 2.000 millones.

En su defensa, las empresas implicadas alegan que la energía nuclear (y más aún la hidráulica, cuyo coste variables es cero) tira de los precios del pool hacia abajo un 10%. Una explicación que rechazan de plano el regulador energético, ciertos sectores del Gobierno y las eléctricas más pequeñas, que, sin querer desperdiciar un activo ya amortizado, abogan por condicionar la ampliación de la vida útil a la aplicación de un impuesto a la energía nuclear o a la fijación un precio regulado. Sólo así, advierten los promotores de estas medidas, se justificaría una de las bondades de la producción nuclear: su bajo coste variable, del que se beneficiaría el consumidor.

Respecto a otra de sus ventajas (que no emite el CO2 que ocasiona el cambio climático) existe todo un ejército antirradiactivo al que no convencen. Pero éste es otro debate.

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