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Columna
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Gasto y financiación

Carlos Sebastián

Las previsiones presentadas por el Gobierno reconocen la profundidad de la recesión y ponen de manifiesto un cambio radical en la evolución de los saldos presupuestarios: de los superávits de los ejercicios anteriores a un déficit en el que acaba de terminar, que aumentará en los próximos.

El deterioro de las cuentas públicas es el resultado de la desaceleración de ingresos debido a la menor actividad económica y al aumento del gasto debido a la puesta en marcha de los estabilizadores automáticos y a los planes extraordinarios destinados a recuperar la demanda agregada de la economía.

Sobre esta última cuestión hay algunos puntos controvertidos. En primer lugar, la dinámica de endeudamiento impulsada por los déficits: unos sencillos cálculos ponen de manifiesto que, si se cumplen las previsiones, a final de 2010 el endeudamiento público estará en torno al 50% del PIB; una elevación sustancial de esa ratio desde el 38% de finales de 2007, pero un nivel asumible y corregible en años posteriores (aunque en 2011 se seguirá elevando ligeramente). No muy grave por tanto.

La segunda cuestión es si ese mayor gasto servirá para restablecer el nivel del gasto nacional y aquí hay algunas reservas. Si no las hubiere, y dados los cálculos anteriores, habría que defender programas de gasto mucho más agresivos. Las reservas se refieren a la capacidad del sistema productivo para reaccionar al mayor gasto debido a sus restricciones financieras y, también, a la capacidad de las economías domésticas para gastar las rentas adicionales y contribuir creando efectos multiplicadores del gasto.

Las empresas con una deteriorada capacidad de autofinanciación, por la disminución de los ingresos, y con dificultades para obtener créditos podrían no aumentar su producción en la misma cuantía en la que aumente el gasto y producirse una cierta expulsión de producciones que se hubieran realizado en ausencia del nuevo gasto público. Por eso es fundamental que los programas se dirijan o a satisfacer necesidades a largo plazo o a reforzar las redes de asistencia social (de las que se beneficiaran los más necesitados y se convertirán íntegramente en gasto de consumo). Y por eso es difícil exigir programas más agresivos. Aunque algunos economistas de prestigio, como Krugman, no tienen estas reservas y son partidarios de esa mayor agresividad.

La cuestión de si alternativamente se podrían haber instrumentado reducciones de impuestos en lugar de mayores gastos también es controvertida, pero parece claro que en la actual situación los menores impuestos podrían convertirse mayoritariamente en ahorro y no en gasto.

La cuestión, mencionada más arriba, de la financiación al sector privado es importante. No comparto el clamor exigiendo a los bancos para que, sin más, aumenten sus créditos. Fue altamente criticable la conducta bancaria en los últimos años (en el mundo, pero también en España) tomando riesgos excesivos en su política crediticia. Ahora, en cambio, se les exige que tomen riesgos sin más cualificaciones.

Durante los últimos meses ha habido un alto grado de racionamiento de créditos por los problemas de liquidez de los bancos al secarse el mercado interbancario. Este hecho y el enorme aumento de la incertidumbre han dañado seriamente la situación de las empresas y al nivel de la demanda agregada. Ahora hay tres tipos de empresas, las que debido a ese deterioro están disminuyendo sustancialmente la demanda de créditos, las que han entrado en una situación cercana a la insolvencia pero siguen demandando renovación de créditos o nuevas líneas y las que se mantienen solventes y demandan créditos. El problema para los bancos es distinguir entre ellas, especialmente entre las dos últimas. Y ese es su negocio y su función, que tendrán que realizar cuando gracias a la intervención pública se restablezca su liquidez.

Es cierto que el racionamiento de créditos, en el sentido de que no todos los que deseen crédito al tipo de interés fijado por los bancos lo van a obtener, va a continuar, pero no será debido a la falta de liquidez sino por la cautela de los bancos ante las dudas que generan muchos prestatarios. A finales del primer trimestre la tasa de morosidad puede alcanzar el 5%, cuando hace un año no llegaba al 1%. Y en este contexto de intenso crecimiento de la morosidad está justificada la cautela.

¿Se puede hacer algo para mejorar esa situación? ¿Es razonable la extensión del crédito público (ICO) para compensar las restricciones de crédito privado? ¿Es razonable prestar dinero público a empresas con alta probabilidad de insolvencia?

Se podría decir que también se han aportado fondos a los bancos, pero el sistema financiero es el más básico de los sectores y su paralización tendría efectos devastadores sobre todos. Además hay fundados motivos para suponer que los fondos inyectados en los bancos se van a recuperar. Por otra parte, las empresas que acuden al crédito oficial ya habrán sido rechazados por el crédito privado, por lo que el riesgo medio de esos prestatarios es mayor que el del conjunto de las empresas demandantes de crédito.

Otra alternativa sería avalar parcialmente los préstamos a empresas, lo que reduciría, aunque no eliminaría, el riesgo de los bancos en cada operación, por lo que estos harían la gestión del riesgo y, en el margen, estarían más inclinados a prestar. Un esquema parecido (garantía pública del 50% de préstamos a pymes) se acaba de poner en marcha en el Reino Unido, pero con un máximo al volumen de avales y con la obligación de los bancos favorecidos por los avales de pagar un fijo.

Carlos Sebastián. Catedrático de Análisis Económico de la Universidad Complutense de Madrid

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