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Tribuna
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La maldición de la inversión por confianza

El valor de la decisión bien tomada -con conocimiento de causa- se cotiza muy alto en la complejidad de la sociedad que hemos creado. La diversidad en opciones es mucha y, a veces, puede resultar aparentemente difícil incluso en los ámbitos más cotidianos. Decidir en el supermercado requiere al menos un máster en nutrición, escoger un regalo para el niño, ser experto en seguridad, y comprar un móvil, haber cursado cuasi una ingeniería en telecomunicaciones.

Centrados en el sector financiero, la complejidad de este maremágnum de posibilidades se traduce en multitud de productos al alcance del pequeño inversor, tornándose en piedra clave del sistema la confianza que éste deposita en la entidad intermediaria al firmar órdenes de compra. Y es por ello que los afectados de Lehman Brothers se sienten engañados.

No habían acudido a un chiringuito financiero; así que dormían confiados en la seguridad de una inversión realizada a través de entidades de prestigio, pero que a la postre también ha sido barrida por el tsunami financiero. Incluso los hay que creían que el emisor de los bonos era la entidad financiera intermediaria, hasta que recibieron la fatal llamada avisándoles del accidente mortal de su inversión. Sintiéndose traicionados en esa confianza, los inversores perjudicados no quieren ser los únicos que paguen los platos rotos.

Bien seguro que las entidades afectadas opondrán en defensa de su responsabilidad un notable abanico de disclaimers (cláusulas de exoneración de responsabilidad), para cuya confección sus equipos jurídicos dedicaron, probablemente, más horas y recursos intelectuales que en el diseño de medidas que, realmente, garantizaran la adecuada comprensión por parte de los inversores de las órdenes de compra que firmaban. Y es que el valor de la información no sólo radica en su contenido, sino, y muy esencialmente, en su comprensión.

El legislador sigue su carrera a favor de la protección de un importante sector de inversores minoristas que han venido optando por productos financieros de cierta complejidad. Con la normativa Mifid se pretenden normas de conducta para las entidades que presten servicios financieros con el objetivo de alcanzar la máxima de comprendo, luego invierto, como esencia para la existencia de dichos servicios.

Siendo como es clara la razón de ser de esta pretensión legislativa, ¿puede negarse su importancia en la interpretación del deber de información -que ya existía- en la prestación de servicios financieros incluso con anterioridad a la nueva regulación? Sobre todo, en situaciones como la de Lehman, donde el verdadero conocimiento de la naturaleza y riesgo del instrumento financiero adquirido le ha sorprendido a más de uno sentado en la mesa de su asesor legal.

Aparentemente, algunas entidades intermediarias anunciaron o publicitaron un producto absolutamente seguro aseverando la recuperación del 100% de la inversión. En algunos casos, ni tan sólo se mencionaba a Lehman antes de la contratación del producto, por lo que no resulta descabellada ni ilegítima la confusión del cliente al creer en una garantía de la entidad intermediaria, que es en definitiva en quien el inversor deposita su confianza.

No han sido ni una ni dos las contrataciones que se han gestado con el mero telefonazo del gestor de turno instando a suscribir un producto para el que se necesitaba confirmación en el plazo de uno o dos días. Sólo a posteriori, ya autorizada la operación, se confirmaba por escrito con órdenes de compra. ârdenes donde la afirmación literal de recuperación del 100% de la inversión convive con descarados descargos de responsabilidad que niegan la validez a cualquier manifestación que, vertida en la orden, resulte contraria a los folletos informativos. Unos folletos informativos que, claro está, en el clausulado constan haberse puesto a disposición del inversor, pero… en la propia orden -único documento donde consta la firma del mismo- ni rastro de ellos, ni tan siquiera de un simple resumen adjunto como anexo. Información, por otro lado, cuya complejidad no es en absoluto desdeñable.

En fin, que servida la polémica, habrá que ver si la justicia -más allá de cumplimientos formales aparentes-, puede someter el examen de normas de conducta a un análisis real que considere la infracción de confianza como parámetro modulador de la buena fe contractual exigible en toda relación comercial retribuida; y más en aquellas donde por su propia naturaleza -captación del ahorro- es obvio el peso específico que juega la confianza que inspiran al colocar un producto financiero.

Marta Brosa / Oriol Cerdà. Brosa es socia de Brosa Abogados y Economistas y Cerdà es socio de CBC Advocats

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