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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un pacto estable por el agua

Garantizar el agua a Barcelona es una prioridad nacional inexcusable, al igual que asegurársela a cualquier lugar de España. En este sentido, el acuerdo entre el Gobierno central y la Generalitat para abastecer la metrópoli con agua del Ebro es una buena noticia y debe ser celebrada por todos los españoles. Discutir si se hace mediante un trasvase u otra fórmula no aporta nada y envenena unas aguas que deberían fluir más tranquilas.

Se trata de una solución a un problema coyuntural que, sin embargo, se repite con frecuencia. En esta ocasión es Barcelona, pero en el pasado fue Levante, Andalucía, el norte de España, etcétera; la lista es larga y los damnificados, muchos. Y debido a las fuertes variaciones publiométricas que caracterizan el clima de España, es seguro que la sequía seguirá ofreciendo disgustos. Por tanto, resulta paradójico que haya que adoptar medidas de urgencia para desabastecimientos puntuales que deberían estar resueltos de forma estructural. El uso de la política del agua como un argumento arrojadizo entre partidos políticos y Gobiernos -autonómicos y central- ha retrasado la puesta en marcha de un sistema de infraestructuras hídricas que cubra las necesidades de agua presentes y futuras de una forma eficaz. La falta de una política de Estado que permita establecer un modelo hídrico consensuado, y por tanto aceptado por todas las partes, supone que problemas como el de Barcelona volverán a repetirse.

Existen tres tipos de infraestructuras para garantizar el suministro: trasvases desde las cuencas excedentarias a las deficitarias; desaladoras, donde España es una potencia tecnológica, y los embalses. Las tres tienen sus ventajas y sus inconvenientes, pero sería un error descartar alguna de ellas por motivos ideológicos y, mucho más, por demagogia. En estos momentos, los trasvases se asimilan a la política del PP y las desaladoras a la del PSOE, lo que ha obligado al partido en el Gobierno a negar, a base de eufemismos, que la solución para Cataluña se pueda considerar técnicamente como un trasvase. Lo es y bienvenido sea si supone una solución eficaz y, además, barata.

La polémica generada debe reconducirse hacia una vertiente positiva. Quizá sea el momento de reconocer errores -que los ha habido en todos los Gobiernos y partidos- y acercar posturas para determinar cuál es la mejor política del agua para España. Un modelo estable que no descarte trasvases, desaladoras, embalses y, por supuesto, insista en una mejora de las redes que evite fugas y unos sistemas de regadío más eficientes en el consumo del agua. Todas las medidas son bien recibidas y, a diferencia del acuciante problema de abastecimiento de Barcelona, no hay que tener prisas. Es preferible que el acuerdo sea duradero para que resista futuros cambios de Gobierno.

En este sentido, lo primero que se debe aceptar es que el precio del agua es muy bajo en España y que se debe trasladar a los consumidores. Y segundo, que no haya sectores económicos demonizados por usar el agua de forma extensiva. El agua crea riqueza y ha permitido el desarrollo de muchas zonas de España. Eso sí, siempre que el consumo sea eficiente, también desde un punto de vista de la rentabilidad económica.

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