_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Alimento, remedio y luz

David Hayes, que no es amigo mío, ha escrito en un reciente artículo que historiadores y periodistas tienen el trabajo seguro porque todos nos empeñamos en vivir la historia hacia delante y comprenderla hacia atrás. Y esa circunstancia permite una cierta comodidad, huyendo de la responsabilidad de involucrarse (en definitiva, de comprometerse) en el ahora. Muchas veces nos olvidamos de que, como dijo Walter Benjamin, hay que 'pensar el presente desde un punto de vista histórico', lo que -probablemente- nos haría a los humanos mucho más reflexivos, además de menos conflictivos y, por ejemplo, sin armas de destrucción masiva. En definitiva, creo yo que no se trata sólo del famoso carpe diem, sino también de vivir el momento, cada momento, con cierta altura de miras, encontrándole sentido en el inmediato (o quizás no tanto) futuro, y precisamente en función de ese mismo porvenir. Tampoco es cuestión de borrar el pasado, ni de tacharlo de un plumazo, porque el futuro nunca puede construirse desde el olvido, ni con desdén. El poeta Luis García Montero (Vista Cansada, 2008) ha descrito con gran belleza este singular proceso: 'Lo peor/ no es perder la memoria,/ sino que mi pasado/ no se acuerde de mí/'.

Medito sobre el nuevo rol de las empresas y su poder/poderío, y la reflexión del fin de semana me alcanza en época electoral (pre o post, qué más da) llena de mítines, carteles de todos los colores, promesas imposibles e incertidumbre por doquier. Dadas las circunstancias, y siguiendo el consejo de Benedetti, como el mundo es tan cambiante, tan inesperado, es bueno construirse una guarida, no sólo para desalentar al azar, sino también y sobre todo para borrar las culpas que los buenos vecinos nos endilgan.

Lo que más nos gusta a los mortales, según dicen, es mandar. Probablemente, mandar está tan dentro de nuestra propia condición humana que, desde que el mundo es tal, ello nos ha llevado a jerarquizar la sociedad y casi todas las instituciones que la integran. Organizarse -seguramente- es otra de las razones, pero no la más importante. Mandar, sí. Es, inevitablemente, lo máximo: el of the top, que diría un moderno.

A los hombres y mujeres nos enamora el poder y todo lo que de él se deriva: su pompa y circunstancia, sobre todo si hablamos de cargos públicos. Los políticos (y algunos que no lo son) se aferran como lapas al sillón y, aunque dicen que es una carga, lo patrimonializan y piensan que siempre ha sido suyo. Y los pobres mortales, aunque parezca mentira (la memoria es siempre frágil), nos creemos su discurso y hacemos dogma de fe de aquello que nos prometen. ¿Cómo es posible? Hemos sido capaces de subvertir la normal secuencia de las cosas y hablamos de los políticos llamándoles servidores públicos y ponderando su sacrificio; además de con sueldos y favores, los compensamos con medallas y honores (más bien ellos se llaman, se ponderan y se compensan a sí mismos) y, algunos, se hacen ricos con las coimas y los beneficios económicos que se derivan de la corrupción o del tráfico de influencias. Así son las cosas. Lo malo es que, a pesar de todo, como mal menor, seguimos confiando en ellos y, como los borregos de Panurgo, vamos donde nos dicen y nos arrojamos por el precipicio sin preguntar, aunque no sé cuánto durará esto. La sociedad civil tendrá que clamar en algún momento para conseguir que los llamados representantes nos escuchen y, de verdad, den soluciones a los problemas reales de sus paganos representados, es decir, de los que les pagamos.

En épocas tan convulsas, el escondrijo/refugio del que habla Benedetti pudiera ser la empresa o -mejor todavía- una cierta, futura e inevitable clase de empresa. Afortunadamente, algunas -frente a un Estado que tiene que reconsiderar sus competencias, su eficiencia y su propio papel- están aportando ya su decidido impulso para hacer crecer poco a poco ese compromiso que hoy llamamos sentido de la responsabilidad social; un propósito firme de servicio a la sociedad como reconocimiento de la función y del compromiso que a las empresas les corresponde en el desarrollo económico y social y en su inexcusable contribución al progreso.

A la empresa moderna, que es una parte muy importante de la sociedad civil, se le demanda hoy y se le exigirá mañana que sea capaz de compatibilizar sus genuinos deberes (crear valor y puestos de trabajo, dar resultados y ser eficientes) con crecimiento sostenible y desarrollo humano, asentando su actuación en principios éticos, contribuyendo al bienestar social y llevando a cabo políticas de compromiso con credibilidad, transparencia y solidaridad.

Y, además, haciéndolo sin presumir demasiado, estilo olivar, es decir, dando frutos sin hacer ostentación de flores. A lo mejor ahí está el secreto. El árbol de la aceituna, el generoso olivo, regalo de la diosa Atenea a los humanos, crece humildemente en el Mediterráneo desde hace 5.000 años, y los que le quedan. 'Nacido de sí mismo e inmortal', según Sófocles, su fruto más preciado, el aceite de oliva ha sido, y es, alimento, remedio y luz. Es decir, casi todo.

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

Newsletters

Inscríbete para recibir la información económica exclusiva y las noticias financieras más relevantes para ti
¡Apúntate!

Archivado En

_
_