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Tribuna
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Un mínimo de renta

El debate acerca de la posibilidad, y de la conveniencia, de establecer un salario mínimo europeo, que arranca del Dictamen de la Comisión, de septiembre de 1993, sobre una retribución equitativa, ha tomado nuevo impulso tras las recientes ampliaciones de la UE y la intensificación de los procesos de deslocalización interna. En 20 de los 27 países de la UE existe un salario mínimo legal, pero las diferencias son abismales: desde los 1.570 euros de Luxemburgo a los 92 de Bulgaria. ¿Tiene sentido, con ese panorama, plantear la introducción de un salario mínimo europeo?

La existencia del salario mínimo, simplificando un debate muy complejo tanto desde el punto de vista económico como social, responde a un doble orden de motivaciones: de justicia social, por una parte, y de ordenación de la competencia, por otra.

Desde el punto de vista de la justicia social, se fundamenta la figura del salario mínimo en el designio de garantizar a todos los trabajadores una retribución equitativa, susceptible de permitirles unas condiciones de vida dignas, como exigen varias Constituciones nacionales y la Carta de Derechos Sociales Fundamentales.

Por ello, aun siendo el trabajo objeto de un mercado, y formándose su precio por medio de la negociación, colectiva o individual, en el mismo, se justifica la limitación de su libre funcionamiento, mediante la imposición de unos mínimos de retribución, por razones de dignidad, solidaridad y cohesión social.

Ahora bien, esas razones pueden justificar un mínimo de renta disponible pero no necesariamente de salario. Determinados sectores de opinión consideran que el precio del trabajo debe formarse libremente en el mercado, y que la garantía de un mínimo de rentas corresponda a los sistemas de protección social. Se trataría de imponer a éstos, y no a las empresas, el respeto de unos niveles de ingresos mínimos.

No es un problema menor. Los defensores de la vía salarial sostienen que se trata, precisamente, de evitar la aparición de un sector de bajos salarios. Sus detractores afirman que fomenta el desplazamiento de trabajo de baja cualificación y bajos salarios a otros territorios y favorece el desarrollo de la economía irregular.

¿Deben los países europeos resignarse a la deslocalización de la producción para la que la competencia económica mundial impone bajos salarios, al desempleo de los correspondientes trabajadores y al auge de la economía irregular cuando tal deslocalización no es posible? ¿O es necesario mantener esas producciones y atender a la cohesión social a través de los instrumentos que para el complemento de rentas puede articular el sistema de protección social?

Estos interrogantes traen a colación la otra finalidad del salario mínimo: la ordenación de la competencia económica. La diferenciación salarial entre regiones, según la productividad y las condiciones de vida, es reclamada continuamente por las instituciones europeas. Pero una diferenciación excesiva de costes puede alterar la competencia.

¿Es factible un mínimo salarial limitador de situaciones de competencia basadas preferentemente en los costos laborales? Parece que sí, aunque la fijación de dicho mínimo debe corresponder a la negociación colectiva y concretarse en el ámbito sectorial. Y, hoy por hoy, la negociación nacional puede cumplir esa función pero no la inexistente negociación colectiva europea. Aparte de que el proceso de acercamiento de las condiciones de competencia en la UE, debe tener lugar de forma progresiva, no de manera drástica mediante la imposición de condiciones laborales alejadas del contexto económico de los nuevos Estados miembros, que acrecentaría sus problemas sociales y alimentaría las deslocalizaciones extraeuropeas.

Tampoco desde el punto de vista de la justicia social existen títulos competenciales para una intervención comunitaria que vaya más allá de requerir a los Estados que garanticen una retribución equitativa. Y aun así queda la discusión de su alcance. En determinadas propuestas se baraja un salario mínimo no inferior al 50% de la renta media, pero ese porcentaje sólo se alcanza en pocos países. La media está en el 39%, con grandes diferencias, que también se dan en el porcentaje de trabajadores sujetos al salario mínimo (superior en los países de salario más elevado, como Francia, más del 16%, y Luxemburgo, 11%, y muy reducido en otros: el 0,8% en España). Todos estos son factores a tener en cuenta en un debate que todavía está lejos de poder arrojar conclusiones definitivas.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues Abogados

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