Ramo de limón florido
Suele Alberto levantarse los domingos en la mañana y responder a extraños impulsos: aventurarse por cualquier carretera en busca de lo desconocido. Un domingo puede ser losmorros de San Juan; otro, la población de Osma en el Litoral Central; otro más, San Francisco de Yare.
Maruja y los tres hijos le huyen. Conocen ya la rutina: horas y horas de calor para retener, en el mejor de los casos, la geología cavernosa de un morro. A veces, incluso, Alberto no se baja del carro; permanece en el vehículo como si éste fuera una ventana al mundo, como si allí residiera el hogar propio y todo lo demás fuera estrictamente ajeno.
Esta vez se levanta y le pide a Maruja que lo acompañe al Litoral Central. No tiene una idea fija: habla de bajar a Puerto Cruz desde la Colonia Tovar, de llegarse hasta Naiguatá, de recorrer La Sabana. Maruja, de inmediato, inventa una ida a cualquier museo, lo besa y lo abandona. De los niños, ni hablar: la mayor duerme (como todos los domingos), el segundo prepara un examen, el tercero se alista para irse a su juego de béisbol.
Alberto toma su desayuno a solas -miel en las panquecas, un café con leche cremoso- y se enrumba sin destino fijo: recorre la autopista del Este como un sonámbulo, se incrusta en el túnel Boquerón y la negrura le parece infinita, encara La Guaira y todo le resulta maloliente.
Llega al puerto y se detiene frente a la Casa Guipuzcoana. Baja la cabeza e intenta reconocer esa arquitectura colonial a través de la otra ventanilla lateral. Es inútil; nada lo retiene. Se devuelve. Gira el carro en una plazoleta próxima y se enfrenta al mural de Cruz Diez. Vuelve a sentir el olor desagradable de La Guaira y comienza a derivar la vista hacia los edificios de Maiquetía.
No sabe por qué se desvía justo antes del comienzo de la autopista y baja por la rampa. Deja atrás el aeropuerto. Va aproximándose a Catia La Mar. Ve la planta eléctrica de Tacoa, la Escuela Naval de Mamo.
Nada lo impresiona mucho. No obstante, continúa. Trata de recordar algo, algún paseo con su padre siendo niño. No está seguro. De pronto, recuerda un nombre. Tarmas, sí, el pueblo de Tarmas. Ignora cómo llegar, pero sabe que no debe estar lejos. Le pregunta a un fiscal de tránsito en Catia La Mar: el policía no le sabe indicar. 'Subiendo -le dice-. Eso es subiendo'. Se detiene en una encrucijada: hay una bodega, niños correteando, un papagayo atrapado en un poste de luz. Se baja. Le pregunta al bodeguero. 'Diez kilómetros más y luego subiendo a la izquierda', le contesta un hombre negro, bonachón.
Comienza a subir. El paisaje cambia. Deja de ser costero para convertirse en montañoso. El salitre ha desaparecido para dar paso a velos de neblina que se cruzan en la carretera. Todo se vuelve frondoso. Va recordando el paseo con el padre, reconstruyéndolo, pero le faltan detalles. Apenas juega con fragmentos: ve sus rodillitas en el asiento trasero, retiene un avioncito verde de hierro.
El paisaje lo va envolviendo. La ruta se hace larga y empinada. Árboles de altas copas borran el cielo; haces de luz cortan la travesía como focos cenitales. Ve pájaros vibrando en el aire cuando la camioneta corcovea. Acelera y el motor no responde. Se arrima al borde aprovechando el último empuje. Apaga el carro. Permanece sentado. Le cuesta tomar la decisión de bajarse. Piensa que no ha visto a nadie en el camino. Al fin, se baja. Ya de pie, lo recibe un envión de aire fresco.
Le gusta la sustancia que le envuelve la nariz: es un olor difícil de describir, mezcla de aire puro con frutas. Levanta el capó. Ve el orificio en la manguera: un chorro ligerísimo de vapor abandona el circuito de enfriamiento. Comienza a pensar qué hacer. Se queda allí, detenido, frente al carro, detallando el paraje: lianas gruesas, guacharacas, un zumbido extraño, una ceiba colosal, abombada. A lo lejos, nítidos, manojos de orquídeas brotando del tronco de un samán. Baja los ojos. Ve que la carretera está hecha de placas de cemento: los yerbajos crecen por entre las fisuras. Oye el chillido de la manguera, apagándose. Piensa si subir o bajar, si intentar llegar a Tarmas o regresarse a la intersección. No tiene idea de la distancia, de lo recorrido, de lo que falta por recorrer.
Abre la maleta: apenas una llave cruz, el caucho de repuesto. Busca un trapo, algún pedazo de tela con el que hacerle un nudo a la manguera. Es inútil. Cierra la maleta. Vuelve a quedar de pie, absorto. Una guacharaca, nítida, inunda el espacio. Afina el oído y se deja llevar por un murmullo: algo como música, algo como un tambor apagado.
Comienza a caminar hacia arriba. Va contando las fisuras entre las placas. Se vuelve y ve el vehículo: le parece una pieza ridícula en medio de la montaña. La caminata le sienta bien: no apura el paso. Se arremanga la camisa, se mete las manos en los bolsillos. El paisaje se vuelve infinito: más árboles de copas altas, más lianas, hojas enormes que casi se le atraviesan en el camino. Por un momento, quiere regresar, emprender la bajada de vuelta hacia el carro e, incluso, más allá. Optar por algo conocido: una bomba de gasolina en Catia La Mar, algún mecánico de turno. Pero se deja llevar, se deja llevar por la inercia que lo empuja. El murmullo se va aclarando: música como envuelta en una vocinglería. De pronto, en una curva abrupta del camino, otra ceiba: gruesa, imponente, unívoca. Se siente disminuido, insignificante. La curva se abre hacia otro paraje que le demuestra cuán largo es aún el camino: la carretera va serpenteando en la falda de montañas sucesivas. A un extremo, arriba, donde la carretera parece desaparecer, ve algo como blancuzco, una casa quizás.
Se detiene nuevamente. Las mangas están mojadas; su pecho, sobresaltado. Ve una vereda, nítida, al borde de la carretera. Se aproxima. Ve cómo baja acortando camino y remonta luego al pie del punto blancuzco. No sabe qué hacer. Vacila. Ve hacia la vereda, hacia el cielo, hacia la carretera. Distingue un hilo de tierra aplanada en la vereda. Se adentra con temor, mirando hacia todos lados. Ve huellas: grandes, pequeñas, algunas empozadas. De bajada, el camino le va pareciendo seguro, transitable. Extiende las manos y va apartando algunas ramas.
La vereda se va engordando, despejando. Llega como a un pequeño coto donde la vegetación se hace baja. Oye un rumor: agua fluyendo entre piedras, un río. La vereda se encharca: sus zapatos chapotean, levantan puntos de barro que se fijan en el pantalón. Ve tres piedras grandes, sólidas, en el paso del río. Se detiene: es un chorro de agua noble, salpicado de vegetación. Salta a la primera piedra, salta a la segunda. Intenta aterrizar en la tercera y su pie de desliza en la película de musgo. Cae de espaldas, en el medio del curso de agua. Su cabeza va a dar contra la segunda piedra; sus pies han quedado suspendidos en la tercera. El agua le baña todo el tronco: es una corriente fría, agradable. La mirada se le nubla: los objetos vibran, se le vuelven dobles. Cierra los ojos. Intenta abrirlos: todo sigue siendo doble. Un dolor lo paraliza: la cabeza le late; crece una puntada en la espalda. Permanece echado. Intenta incorporarse y el cuerpo no responde. Mira el cielo -doble-; las ramas -dobles-; el tronco espinoso de un jabillo -doble-. El agua le alivia el dolor de la espalda, lo narcotiza. Cierra y abre los ojos, indefinidamente. Piensa en su padre, en la lejana travesía. Sigue sin poder reunir los fragmentos: sus rodillitas, el avioncito verde, su cara apenas asomada a la ventanilla.
Otra guacharaca, nítida, y el bullicio lejano que se va haciendo musical. Comienza a asustarse; un llanto seco lo abandona. El agua corre por debajo y por encima de su cuerpo: la puede sentir con precisión. Un botón de su camina sube y baja según el flujo del agua. Siente un cansancio, ganas de abandonarse, de dormir. Ve a Maruja en el museo, trata de imaginársela; ve a los niños. Vuelve a ver al padre como en nebulosas. Evita dormirse; sabe que no debe dejarse arrastrar por el sueño. Intenta, apenas, bajar la cabeza. El movimiento le causa un dolor central, agudo. Logra nivelar su cara con la superficie del agua: borbotones le pasan por entre los ojos, lo despiertan.
Se ve desde arriba. En una sensación extraña pero se ve desde arriba, tirado, abandonado. Se ve doble, su cuerpo doble, incrustado en el curso del río. Despierta, despierta de lo que cree haber soñado. Siente que el bullicio se hace cercano: distingue ahora voces, tambores, melodías. Se alegra. Intenta como levantar los brazos. Los brazos responden, sí. Ve su palma, doble, frente a sus ojos: ve sus dos palmas. Quiere concentrarse, quiere evitar la deriva a la que todo lo invita. Halla una clave. Trata de concentrarse en el bullicio; sabe que la música, apenas distinguible, le ordena una secuencia, le reconstruye un pensamiento.
Se alegra de saber que la música se acerca. Trata de imaginarse la escena, trata de inventarse un origen para los tambores, para los cantos, para los maderos que golpean los troncos. De pronto, lo descubre; cae un chorro de agua en sus ojos y lo descubre. Es una procesión, claro, y debe venir bajando por la carretera. Levanta las manos -su palma doble- en un ejercicio de saberse vivo, de improvisar alguna seña. Piensa en su padre; le vienen más fragmentos: el caserío de Tarmas, el aire de Tarmas, la fiesta de San Juan, el santo niño evolucionando por entre la multitud.
El dolor se vuelve grave, una lenta campanada de iglesia, una mordida que casi le llega al pecho. Busca la música con los oídos, la retiene. Deja que el golpeteo del tambor se confunda con su puntada, central, radical. Un embriagamiento lo va envolviendo. Todo lo funde y lo confunde: imágenes sucesivas de Maruja, los niños, el padre, el avioncito verde, la plaza central de Tarmas, la procesión, el santo niño, de nuevo Maruja, de nuevo su padre... Va siguiendo la melodía que le endulza los oídos. Todos los sonidos se suspenden -las guacharacas, el rumor omnipresente del río, las ramas que crujen- bajo la melodía. Supone que es una procesión, lo supone y no le importa acertar o no. Va durmiéndose en el medio de la melodía, va entregándose, cediendo todas sus fuerzas. Descifra los tambores, el traqueteo de los tambores, las voces femeninas. Quiere retener una frase, sí, una frase que ahora distingue, una nítida voz de mujer cantando 'Tonto, Malembe, ramo de limón florido' mientras se abandona.
Para Isabel Loero y los Vasallos