_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Repsol y Bolivia, matrimonio de conveniencia

La delicada relación entre el Gobierno de Bolivia y Repsol ha vuelto a poner sobre el tapete el debate entre las políticas de desarrollo que impulsa un nuevo Ejecutivo y la necesidad de que se respete la 'seguridad jurídica' de las inversiones.

Es conocido que Bolivia tiene un rico subsuelo, de hecho cuenta con las segundas reservas de gas de América Latina y también tiene abundante petróleo. Esta riqueza contrasta en un país donde el 60% de la población vive en la pobreza y un 35% no puede cubrir sus necesidades alimentarias.

Durante los últimos 25 años los sucesivos Gobiernos bolivianos han seguido a rajatabla políticas liberalizadoras extremas que ahora son cuestionadas. Unidas a Gobiernos débiles, su impacto sobre la población boliviana empobrecida ha sido brutal y está en el germen del descontento social del país. Sin duda esto ha propiciado la llegada al Gobierno del actual presidente, Evo Morales, dispuesto a 'desafiar' la política económica imperante.

El sector de los hidrocarburos es un paradigma de las políticas económicas y de su impacto social. En 1996, fuertemente presionado desde el exterior, el Gobierno boliviano privatizó este recurso y facilitó la entrada de capital extranjero en condiciones extremadamente ventajosas. Se firmaron con las compañías extranjeras contratos de riesgo compartido por los que el Estado cedió el derecho a prospectar, explorar, extraer, transportar y comercializar la producción del suelo boliviano. La contraprestación a las empresas, medida a través del pago de regalías e impuestos, no fue justa ni suficiente, ya que la ley de Sánchez de Lozada supuso la reclasificación de los campos de gas y petróleo 'existentes' (que tributaban al 50%) en la categoría de campos 'nuevos' (que tributaban al 18%).

Esta reclasificación afectó a 19 de cada 20 campos y se estima que ha supuesto una merma en los ingresos del Estado de más de 200 millones de dólares anuales. De hecho la contribución de las empresas al fisco boliviano cayó al tiempo que la producción crecía. Obviamente ninguna empresa protestó ante estos ventajosos cambios.

Por otra parte, al ceder a las empresas extranjeras el control sobre la comercialización del gas, se primó la exportación frente al suministro doméstico. Este se ha estado pagando a precios internacionales, insostenibles para la mayoría empobrecida de la población boliviana.

Repsol YPF disfruta de una posición dominante en la producción de hidrocarburos en este país, con cerca del 30% del total del sector en el año 2001. La rentabilidad hasta ahora alcanzada ha sido excepcional. Según declaraciones públicas de sus directivos, por cada dólar invertido recuperaban 10. Algunos expertos consideran que una rentabilidad óptima en este sector es de 1 a 5, y que se puede dar por buena cuando es de 1 a 3.

Además la industria extractiva apenas crea empleo local, y la exploración y explotación del gas, de elevado impacto social y medioambiental, se produce principalmente en reservas naturales y en zonas donde habita la población indígena. La política de compensaciones de las empresas petroleras hacia esta población es voluntaria, económicamente irrelevante, y los primeros análisis sobre la calidad del agua en estas zonas arrojan resultados preocupantes sobre su impacto en la salud.

Esta situación explica en parte la radicalidad del discurso en materia de hidrocarburos. La aprobación de la Ley 3058 de mayo de 2005 conllevó la revocación de la Ley de Lozada y la renuncia del presidente Mesa. Mesa se enfrentó a amenazas de las compañías extranjeras, y de sus Estados, de interponer demandas contra el Estado boliviano en caso de que la ley saliera adelante, invocando para ello la seguridad jurídica de sus contratos. Quizás estas amenazas sean ahora irrelevantes, cuando el Tribunal Constitucional de Bolivia ha fallado que los contratos de riesgo compartido son nulos de pleno derecho por haberse incumplido la exigencia de su ratificación en el Congreso.

En este contexto, apostar por la nacionalización tiene algo de demagógico. Y es legítimo preguntar a los que defienden la nacionalización, de dónde saldrá el dinero que se necesita invertir para explorar y sacar el gas. Pero tanto o más cuestionable es que los bolivianos vean cómo el gas se explota y se exporta, con un impacto negativo en su medio ambiente, sin proporcionar empleo y sin apenas aportar recursos a las arcas del país. Para eso, mejor dejarlo bajo tierra, dicen.

El Gobierno de Evo Morales y Repsol YPF se necesitan aunque quizás no se quieran. Repsol necesita a Bolivia porque el país tiene grandes reservas de gas, y Bolivia a Repsol YPF porque le ofrece la inversión necesaria para sacarla a la luz. Lo suyo tendrá que ser un matrimonio de conveniencia. Pero el marco no podrá ser el de máximas ganancias a cualquier precio, sino el de beneficios razonables, regulados y compatibles con el desarrollo del país dueño de los recursos.

Archivado En

_
_