De autonomías, de naciones y de dineros
Con la Constitución de 1978 se inició un proceso de fuerte descentralización política en España. Se crearon Gobiernos, parlamentos y leyes en las respectivas comunidades autónomas, después de un complejo proceso de café con leche para todos originado por el deseo de Andalucía de disfrutar el mismo nivel competencial que las llamadas comunidades históricas mediante la celebración de un referéndum. Casi 30 años después se vuelve a abrir el melón de las reformas autonómicas, con el consabido y habitual rifirrafe político. No es objetivo de este artículo entrar en ese tipo de debate, pero sí analizar las consecuencias económicas del renovado proceso autonómico.
Como primera valoración podemos afirmar que la descentralización política ha sido positiva para la economía española. La redistribución de centros de poder y el acercamiento al ciudadano han colaborado en el espectacular salto que nuestro país ha dado desde la transición para acá. Ni España se rompió, tal cómo oíamos afirmar en aquellos convulsos años, ni la economía nacional se hundió por el supuesto despilfarro de las autonomías.
Ahora bien, esa descentralización política no vino acompañada de la correspondiente descentralización económica. Al contrario, Madrid salió fortalecida como sede de las grandes compañías que se fueron creando en nuestro país. Basta con ver la evolución de su Bolsa con respecto a las de Barcelona y Valencia para comprender la intensidad de la evolución. Parte de esta concentración de las decisiones empresariales en la capital de España se debe a tendencias naturales y espontáneas, tales como el proceso de fusiones y concentraciones o la ubicación de grandes compañías extranjeras en virtud de la globalización. También podríamos añadir que, en general, las autoridades autonómicas madrileñas han gestionado adecuadamente su política económica. Hasta ahí de acuerdo. Pero la bonanza de Madrid no sólo se debe a eso.
Todas las instituciones de control económico, tales como CNMV, CNE, CMT (trasladada luego a Barcelona), Tribunal de la Competencia y un largo etcétera, se han establecido sin excepción en la capital, con su consiguiente fortalecimiento como centro de decisión. A ello podríamos añadir el proceso de privatización de las grandes compañías públicas, que sin excepción pusieron su sede en la capital, o el establecimiento de un sistema de transporte radial o el aeropuerto internacional que obliga a entrar y salir de España por la metrópoli. En resumen, que el sistema de poder ha favorecido descaradamente a la concentración de la decisión económica en Madrid.
En ese sentido, los de la periferia seguimos siendo de provincias. Estamos creando un modelo tipo DF en México en vez de un modelo descentralizado tipo Alemania o EE UU, donde el poder económico se encuentra en un modelo en red. En este nuevo proceso de reformas autonómicas debería plantearse la redistribución de centros de poder económico, con el objeto de equilibrar el territorio y hacer aún más competitiva nuestra economía.
Otro asunto bien distinto es el de los dineros públicos, en los que el Estado ha ido cediendo sistemáticamente presupuesto y competencias a las autonomías, tendencia que se reforzará aún más en la actual dinámica. Parece lógico ceder fondos si se ceden responsabilidades de gestión. Ahora bien, el Estado tiene una serie de gastos ineludibles, bien conocidos por todos, que deben mantener la financiación adecuada. Y además, debe seguir manteniendo su importantísimo papel de redistribución de renta y garante de la solidaridad.
El reciente acuerdo entre el Gobierno y los nacionalistas catalanes relacionando inversión pública con PIB nos parece una auténtica bofetada al principio de solidaridad. Es como decir que deben recibir más fondos públicos los que más tienen. O poniendo un ejemplo, que Alemania u Holanda deberían ser los que más fondos de cohesión recibieran.
No parece lógico. De continuar por esa senda de negociación, los agraviados se van a multiplicar. Y ya no por vaporosos principios políticos o interpretativos de conceptos de derecho constitucional tales como nación o nacionalidad, sino por la cuestión nada baladí de los dineros.
Si se negocia bilateralmente, pierden los que no están en la mesa. Como suele ocurrir, el asunto presupuestario es el más espinoso. Que el Gobierno no ceda a las negociaciones bilaterales y que lleve estos asuntos económicos que a todos afectan a una mesa donde todos puedan opinar.