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Columna
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Nuestro déficit exterior

Carlos Sebastián

Qué suerte que nuestra moneda sea el euro y nuestra autoridad monetaria sea el BCE! (A propósito, un sentido homenaje a la memoria de Duisenberg, tan injustamente maltratado en vida por ciertos medios al compararlo con el mediático Greenspan).

La manifestación de alivio se siente cuando se observa que en este ejercicio el déficit por cuenta corriente de la economía española se va a situar por encima del 6% del PIB (casi un récord histórico), resultado de un déficit comercial superior al 7% del PIB y de una reducción del superávit de servicios. Si no tuviéramos el euro, y la credibilidad del BCE, estas cifras hubieran ocasionado serias dificultades a la peseta y una sustancial elevación de los tipos de interés, por el aumento de la prima de riesgo de cambio. Y esto último hubiera tenido efectos devastadores sobre unas economías domésticas endeudadas a niveles históricos (lo que, junto a la depreciación, corregiría buena parte del déficit exterior, pero a costa de una recesión).

Podría decirse que sin el euro el déficit no hubiera crecido tanto, lo que es verdad sólo a medias. Las causas del enorme desequilibrio exterior son tres: la demanda interna de nuestros principales socios comerciales está creciendo sustancialmente menos que la nuestra (más de cuatro puntos menos), el precio del petróleo se ha casi triplicado en dos años y se está perdiendo continuamente competitividad en los bienes y servicios comercializables.

El primer factor puede ser considerado como de carácter cíclico, no permanente (y éste es el que hubiera operado con menor intensidad si no hubiera habido euro, pero a costa de crecer menos). ¿Cuánto aporta este factor al actual desequilibrio? Es difícil decirlo. Las estimaciones a dedo son siempre imprecisas. Las que se hacen con modelos econométricos de dudosa robustez (y afectados por la crítica de Lucas) son un poco mejor. La mía es de las primeras y creo que debe estar en torno al 50%. Quizá algo más. El problema es que la demanda interna de la zona euro no va a crecer a los ritmos que lo está haciendo la española (aunque vaya a mejorar algo), por lo que la reducción de este importante componente del desequilibrio sólo se hará a costa de un menor crecimiento español.

Los otros dos componentes son más estructurales. El alto precio del petróleo es un hecho que sólo desaparecerá transitoriamente y la decreciente competitividad de los productos españoles está ligada a los problemas estructurales que mencionamos recurrentemente: una baja productividad y una deficiente competencia. El mayor crecimiento de los costes laborales unitarios españoles respecto a los europeos se debe a un menor crecimiento de la productividad y, en el caso de los servicios, también a un mayor crecimiento de los salarios. Pero esto último no es porque los salarios reales estén creciendo de forma injustificada, sino que se debe a que la inflación española es mayor. Y esto es consecuencia de deficiencias en la competencia y, también, del retraso en productividad.

Achacar al Gobierno la responsabilidad del desequilibrio exterior es una simpleza que sólo se puede mantener desde posiciones interesadas. De la anterior enumeración de las causas se comprueba que el Gobierno sólo puede hacer algo positivo en el tercero de los factores, sobre el que sólo se puede actuar con el paso del tiempo (aunque sea, a la postre, el más importante). Pero también lo podían haber hecho los anteriores Gobiernos y no hicieron prácticamente nada. æpermil;ste, al menos, lo ha situado, correctamente, en la primera línea de los problemas. La opción de reducir el crecimiento (y la creación de empleo) para corregir el déficit exterior sólo la emprenden los Gobiernos cuando se ven forzados a ello, y la pertenencia al euro evita actualmente la necesidad de esa opción.

Sin temor a ser reiterativo (los profesores lo somos) las acciones que había que emprender para mejorar la productividad y la competitividad son: profundizar en la dotación de infraestructuras, mejorar la educación y la investigación, mejorar la competencia en varios servicios privados y la eficacia de servicios públicos, reformar algunas regulaciones de los mercados de productos, reformar las regulaciones del mercado de trabajo, potenciar la valoración social de empresarios y emprendedores...

No pocas de estas acciones (prácticamente todas excepto la primera) cuentan, en distinto grado, con la oposición de intereses creados; algunas incluso con la oposición de la mayoría de la sociedad. Y esto hace todo más difícil. Sobre todo en un ambiente político tan poco propicio al debate y al consenso.

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