El déficit comercial: la teoría y la práctica
En términos del PIB, el déficit comercial español fue del 7,3% en 2004. Si no me equivoco, el más alto de la OCDE. El déficit corriente se ha duplicado en los dos últimos años, llegando al 5%. El primer déficit es la causa principal del segundo. Hay otros renglones en la balanza de pagos, como el saldo inversor, el del turismo y las remesas, que ofrecen signos crecientes de inquietud. Pero centrémonos en el déficit comercial.
La preocupante realidad y las difíciles perspectivas responden no tanto al crecimiento de la importación -aunque, en términos monetarios, el mayor precio del petróleo pesa- como al tradicionalmente lento crecimiento de la exportación. Es cierto que en los últimos 20 años se ha ganado cuota en el comercio mundial, pero de manera lenta e insuficiente, como lo prueban las bajas proporción exportación-PIB y la exportación por habitante.
Es claro que nuestro país exporta poco. Más allá de factores coyunturales, la razón esencial de ello es la baja capacidad de competir de nuestra economía. Esto no es ninguna sorpresa. Esa insuficiente competitividad ha sido una constante en nuestra historia económica y se concretaba en el sempiterno estrangulamiento del sector exterior. Se acudía entonces a la devaluación y vuelta a empezar en un espasmódico stop and go. Este recurso se ha acabado y ese estrangulamiento, al integrarnos en la unión monetaria y el euro, ha desaparecido pero permanece esa baja competitividad que resta puntos al crecimiento económico y, se supone, al bienestar colectivo.
Quienes dirigen las empresas no deben echar la culpa al empedrado ni esperar milagros salvadores de la Administración
El patrón exportador español está dominado por sectores de demanda madura y con importante peso de multinacionales con alta propensión a importar. La participación de las pymes es muy escasa tanto en número como en propensión exportadora. Hay excesiva concentración en la UE. Todo ello es, simplemente, reflejo de una economía débil, poco rodada en la escena internacional y con mínima imagen. Son, además, factores estructurales, de largo alcance y difícil corrección a corto.
Hablar de baja competitividad de la economía es decir poco. Hay que definir más diciendo quiénes son los que deben competir en la escena internacional exportando e invirtiendo. Obviamente, son las empresas y, más exactamente, quienes las dirigen y deben tomar esas decisiones.
Este diagnóstico tan sencillo se ha escuchado poco estos días comentando el déficit exterior. Quizá no es políticamente correcto. Las voces se dirigen al Gobierno y a la Administración responsabilizándolos y pidiendo milagros a corto plazo. Pero no están ahí las causas primarias del problema.
Desde la transición los empresarios han pedido, con razón, unas condiciones semejantes a las de los países de nuestra competencia, un terreno de juego equilibrado (lo que se llama level playing field) tanto en políticas económicas como en las de promoción y ayuda a la internacionalización. Esas condiciones hoy existen y ese terreno equilibrado es una realidad. El manido diferencial de inflación -punto arriba, punto abajo- no es factor decisivo.
La capacidad de competir no es sólo cuestión de precio. O, por lo menos, no puede ni debe ser así para nuestras empresas. Sin embargo, las debilidades continúan e, incluso y a la vista de las cifras, se agudizan.
Más allá de aproximaciones, necesarias pero insuficientes, de teorías y modelos económicos válidos igual para un fregado que para un barrido, es indispensable conocer la realidad. No basta la teoría, es necesario conocer la práctica exportadora y los mercados sobre el terreno. Se nos dice, desde la teoría, eso tan manido de la necesidad de mayores inversiones en I+D+i, diseño, valor añadido, más apertura a los mercados, etcétera.
Todo eso de I+D+i está muy bien pero ¿a quién corresponde llevar todo eso a la gestión empresarial? No al sector público, precisamente. La competitividad, hoy en nuestro país, no es tanto un tema macro como micro. Es un tema de empresa.
Esa realidad que hay que vivir muestra, por ejemplo, que en el primer mercado del mundo, Estados Unidos, nuestro país es el trigésimo segundo suministrador, cifra que ha leído usted bien y que es escasamente conocida. Esta increíble situación ocurre por una razón muy sencilla: faltan empresas españolas que dediquen una mínima atención a este mercado. Una vez más, lo micro.
Quienes dirigen las empresas, así como sus asociaciones, no deben echar la culpa al empedrado ni, en un reflejo muy tradicional, esperar milagros salvadores de la Administración. El marco en el que trabajan es, sin duda, semejante al de sus competidores. Ser competitivo depende de ellos.