Más allá del techo de cristal
El avance que en las últimas décadas han conocido las mujeres, en lo que a su desarrollo y acceso al mercado laboral se refiere, ha sido, sin ninguna duda, muy importante. En la actualidad las tasas de actividad femeninas están, en relación a grupos de edad adultos-jóvenes, a menos de un dígito porcentual de los valores medios de la Unión Europea. A mediados de los setenta, esto es, hace sólo una generación, las diferencias eran de hasta 30 puntos porcentuales y las tasas de actividad femenina por edades estaban a caballo entre la de los países europeos del centro y norte de Europa y de los países del Magreb.
A pesar de estos hechos aún subsisten fuertes y marcados desequilibrios y desigualdades entre hombres y mujeres en el mundo laboral. Y éstos han de ser afrontados tanto desde la perspectiva política y legal (de la que son buena prueba las 53 medidas que con este fin han sido aprobadas por el Gobierno socialista en el consejo del Gobierno del 4 de marzo) como también -y sobre todo- desde la perspectiva social, desde la práctica empresarial (pública y privada) y desde nuestra propia mentalidad.
En efecto, a pesar de los avances señalados, las mujeres españolas se ven obligadas a moverse en el espacio -tan metafórico como real- del llamado techo de cristal, por arriba, y no menos real y metafórico, suelo pegajoso, por abajo.
El primer límite, el techo de cristal -más que imposición, simple realidad práctica- se relaciona con el ámbito del poder y la esfera pública. Las mujeres a pesar de su mayor presencia en la Universidad, de sus mejores expedientes, de sus mayor rendimiento intelectual, ocupa tan sólo -son nada más que algunos ejemplos- una de cada 10 cátedras universitarias, dos de cada 100 consejos de administración de grandes empresas multinacionales u ocho jefaturas de Gobierno de las casi 200 existentes en el mundo.
El segundo límite, el suelo pegajoso, tiene que ver con la práctica cotidiana de la mujer en la esfera de lo privado, de lo afectivo, de lo doméstico. Así su plus de compromiso con la familia (organización, bienestar material y afectivo los hijos y frecuentemente también los padres) y su entrega a las labores cotidianas del hogar, da lugar a dobles y triples jornadas, tan imprescindibles en esta esfera como invisibles en términos económicos, que les impide de facto, su promoción y desarrollo profesionales, máxime en un país como el nuestro en el que la conciliación de vida familiar y profesional tiene, aún, cauces tan estrechos.
Sin duda uno de los grades retos sociales que en este siglo es acabar progresivamente con las desigualdades por razones de género y avanzar de forma decidida en el camino de la igualdad entre hombres y mujeres, tal como esta ocurriendo -en buena medida por el esfuerzo militante continuado de las propias mujeres y más lentamente de los que sería necesario- en los países desarrollados.
Sin embargo, actualmente, en el mapa de la discriminación y de la injusticia de género en los otros países y regiones del mundo (América Latina, África subsahariana, y singularmente los países de cultura islámica) las tintas no sólo no se aclaran sino que se cargan, como se cargan otras como la de la pobreza, la del analfabetismo o la de la enfermedad (la pandemia del Sida no es sino la manifestación más palpable)
Hoy, 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer Trabajadora, es una buena fecha para denunciar las desigualdades por razón de género, pero también para reflexionar sobre las demás desigualdades, de las que aquéllas no son si no fiel reflejo.