Para qué se les contrata
Antonio Cancelo aconseja reflexionar a los ejecutivos sobre las características de su función y no centrarse, como es el caso de muchos, en el cumplimiento de objetivos
El deseo de superación parece ser un instinto inscrito en la naturaleza humana que orienta a las personas a la búsqueda de logros que superen lo ya alcanzado, trazándose permanentemente nuevas metas hacia cuya consecución contribuyen con sus conocimientos, sus actitudes y el esfuerzo continuado. Sería difícil encontrarle sentido a la vida sin esa proyección orientada al progreso, sin la ganancia que el transcurso del tiempo permite en una curva que se desea ascendente hacia una plenitud siempre en proyecto.
Empresarialmente se produce algo equivalente, ya que los proyectos nacen con la pretensión de permanecer indefinidamente, pero no en su formulación originaria, sino orientados hacia un desarrollo continuado en todos los parámetros que miden positivamente el devenir de una empresa. Y ese es el encargo fundamental que se confía al máximo ejecutivo de cada proyecto, dirigirlo por la senda de la superación permanente, independientemente de las circunstancias que determinan el marco en el que la actividad tenga que desarrollarse.
A un directivo del máximo nivel no se le contrata para que administre ordenadamente los recursos, para que conserve los talentos que se ponen a su disposición en una caja de seguridad para que el paso del tiempo no los deteriore, bien al contrario, lo que se espera de su buen hacer es que sepa multiplicarlos, midiendo ese objetivo en términos de rentabilidad, crecimiento, cuota de mercado, conocimiento de la organización, satisfacción de las personas, dependiendo el conjunto de índices y el peso de cada uno de los valores que inspiran el proyecto de que se trata.
Se mida lo que se mida, lo que se desea enfatizar es el carácter de mejora constante, de superación permanente a lo largo de los años, sin que exista una meta de llegada, porque a medida que nos aproximásemos a ella habría que distanciarla, trazando de nuevo objetivos de mayor entidad que volverían a marcar un gap entre lo alcanzado y lo que ahora deseamos. Cuando la gestión se enfoca desde la perspectiva de cada año o incluso desde el alcance temporal de un plan estratégico, esa superación que se pretende se ve, aunque tensa, posible, siendo esta la razón por la que se incorpora a los planes. Es la cercanía del tiempo, aun tratándose de tres o cuatro años, lo que hace razonable la validez de los instrumentos para soportar el desarrollo.
Si, sin embargo, a cualquier director general o equivalente, se le ocurriera al comienzo de su carrera reflexionar sobre la característica que destacamos de su función, es decir, la de superar cada año los objetivos del anterior, durante los próximos 35 años, en el improbable caso de que se mantuviera en el mismo proyecto, a buen seguro que se sentiría al borde del vacío. Tendría que consolarse pensando que a tan largo plazo nada es predecible, o mejor, que toda predicción es pura fantasía.
Aun siendo imposible decir lo que va a pasar a muy largo plazo, alguna cosa sí puede afirmarse, como lo de que será absolutamente necesario continuar planteándose la superación de las cotas alcanzadas en el pasado. La evidencia empírica disponible para quienes disfrutamos de esa perspectiva histórica demuestra que la mejora continuada de los objetivos sigue teniendo la misma vigencia que tuvo hace cuarenta años. Los objetivos que son necesarios alcanzar en cada momento no tienen un comportamiento autónomo que dependa de la libre decisión de aquellos que en cada empresa se hallan investidos de la autoridad necesaria para decidir, cuestión que no siempre se percibe con la nitidez suficiente y que es causa de no pocos trastornos y algunos quebrantos con frecuencia irreparables.
La evolución de los sectores económicos o de los principales competidores es un buen indicador para determinar cuál debe ser, por ejemplo, el crecimiento de las ventas o el desarrollo territorial. Quizá nos sentiríamos mejor creciendo a un ritmo determinado, pero si nuestros principales competidores lo hacen un tanto por ciento, de nada vale nuestro sentimiento ni nuestro deseo, si el sector en el que nos encontramos es de aquellos, la mayoría, en que el tamaño es un factor competitivo de primer orden. En estos casos, bastante frecuentes, la labor que tiene que desarrollar el máximo ejecutivo es aún más decisiva porque seguramente se encontrará con un clima interno poco propicio para afrontar el esfuerzo necesario que además es probable que vaya acompañado de un nivel de riesgo que algunos considerarán excesivo.
La tentación de sumarse al sentir general, lo que además a corto plazo le producirá menos preocupaciones, resulta demasiado atractiva, por lo que es entendible que alguno sucumba a tan sugerente posibilidad. Adoptar la posición acertada, es decir, intentar convencer a los demás de la necesidad imperiosa de realizar un esfuerzo que permita, en el peor de los casos, no perder posiciones en el mercado, exige una enorme disciplina personal y someterse a un grado de tensión para el que hay que estar previamente preparado.