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Tribuna
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La firma electrónica ante el notario

En estas mismas páginas se ha defendido recientemente (Cinco Días del 14 de octubre) la tesis de que la función notarial de legitimación de firmas no se ve afectada por la aparición de la firma digital, de modo que allí donde una norma exigía la legitimación de una firma manuscrita, procederá imponer idéntica carga a una firma digital.

Lamento discrepar. Y para ello intentaré no incurrir en pesados debates jurídicos. Basten algunos llamamientos al sentido común que ponen a las claras lo absurdo y arbitrario de la legitimación de firmas electrónicas.

La Ley de Firma Electrónica (LFE) busca favorecer las relaciones jurídicas a distancia, en las que las redes telemáticas ponen en contacto a los operadores jurídicos, sin necesidad de desplazarse. Sin embargo, la legitimación obliga a los particulares a acudir físicamente a la notaría. Pero claro, una vez allí, ¿no será más lógico firmar manualmente que utilizar una firma electrónica mucho más aparatosa y a la que se ha privado de su principal utilidad? La LFE tiene como principal fin dotar a la firma electrónica de máxima seguridad y fiabilidad. Pues bien, si es tan segura, ¿qué sentido tiene que el notario la legitime?

Pero como mejor se ve lo absurdo de exigir la legitimación de firmas electrónicas es con un ejemplo: el depósito de cuentas ante el Registro Mercantil, al que, cuando se realiza en soporte papel y con firma manual, nuestro derecho impone la legitimación. La LFE ordena que el certificado de firma electrónica sólo puede ser creado por un prestador de servicios de certificación, al que la ley impone severísimas obligaciones sujetas a la inspección del Ministerio de Ciencia y Tecnología y cuyo incumplimiento es una infracción muy grave. Estas cautelas justifican que el prestador pueda comprobar por sí solo la identidad de cualquier signatario, que será tenida como cierta por tribunales, Agencia Tributaria, la Seguridad Social, particulares, etcétera. Si todos pueden y deben fiarse de tales certificados, por qué extraña razón debe un registrador al que se remiten telemáticamente unas cuentas para su depósito desconfiar y exigir su legitimación?

Es más, cuestionar la firma electrónica de los particulares y exigir su consiguiente legitimación notarial obligaría a cuestionar la propia firma electrónica del notario, ya que la acreditación de identidad (o, lo que es lo mismo, la acreditación de que una determinada firma electrónica le pertenece) corresponde precisamente al prestador de servicios de certificación.

Y esta situación, de por sí absurda, se tornaría en cómica si el particular utilizara la misma certificación que los notarios. ¿Qué extraño razonamiento justificaría que el registrador, confrontado con dos certificaciones expedidas por el mismo prestador (la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre), una acerca de que una firma electrónica pertenece al administrador de una sociedad que quiere depositar unas cuentas por vía telemática y otra de que pertenece a un notario, deba desconfiar de la primera y dar por buena la segunda?

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