El ocaso de los mayas
Las ruinas de la ciudad hondureña son un atractivo más de una región asombrosa, prácticamente virgen para el turismo
Sabemos con precisión el día en que nació la ciudad de Copán: el 9 de septiembre del año 426. Pero esa ciudad se fundaba sobre un asentamiento humano que desde 1800 a.C. ocupaba las márgenes del río Copán y un dilatado valle de fértiles tierras. Los mejores de esos suelos fueron acaparados por templos y palacios de la clase dirigente, así que los campesinos tuvieron que alejarse, arañar al monte terrenos más avaros; se vieron cada vez más empobrecidos, hasta que se rebelaron, y obligaron a los nobles a huir a la cercana Tikal; luego, por razones parejas, tendrían éstos que refugiarse en el Yucatán mexicano, donde la cultura maya se había prácticamente disuelto cuando llegaron los españoles. Copán representa, en el conjunto de aquella civilización, el momento de esplendor clásico y el embrión de una cierta decadencia barroca.
En efecto, los altorrelieves de las estelas de Copán marcan un techo de evolución artística. Hay una escultura en una de las plazas que representa al dios de la lluvia y que podría pasar inadvertida en un jardín italiano, por ejemplo, en Bomarzo. Ningún otro sitio maya ha brindado tal cantidad de esculturas, inscripciones e información precisa. La acrópolis que se visita -declarada Patrimonio de la Humanidad- es sólo el núcleo de una ciudad dispersa, enterrada bajo miles de montículos comidos por raíces de ceibas gigantescas y que están por excavar. El trabajo científico moderno comenzó en 1975 y no cesa de deparar sorpresas. Bajo los palacios y templos que conforman la actual acrópolis (vertebrada en torno a una inmensa explanada y dos plazas rodeadas de gradas y edificios), los arqueólogos han cavado galerías para husmear sus tripas, ya que los mayas no destruían, sino que construían sobre lo viejo, sepultándolo. Así se ha descubierto algo único: el llamado templo Rosalila, enterrado bajo una pirámide y cuyos mascarones de estuco se pueden contemplar a través de túneles y cristales.
En el Museo de Escultura, inaugurado en 1996 junto a las ruinas, puede verse una reproducción a tamaño real de esta joya, con toda su chocante policromía (también se pintaba de colorines a los templos de la Grecia clásica). Con su colección estatuaria, el museo completa la cosecha de relieves, estelas y glifos (ideogramas en piedra) que permanecen in situ. La llamada escalinata jeroglífica que se encuentra junto al juego de pelota reúne en sus 63 peldaños unos 2.500 glifos: una auténtica enciclopedia.
Ese museo no es el único; en el pueblo (que está pegando al yacimiento y que todos conocen como Ruinas de Copán, aunque el nombre oficial sea San José de Copán) hay otro más pequeño, pero enjundioso: alguna pieza, como el escriba sentado, no tiene que envidiar a los mejores escribas egipcios de El Cairo.
El pueblo resulta ser un lugar tan fascinante o más que el yacimiento. Es pequeño (unos 4.000 vecinos), con calles empedradas, en cuesta, flanqueadas por edificios de colores cantarines y un verdadero tropel de hoteles familiares. Aquí recala esa raza de viajeros que sabe rastrear los lugares inocentes. Incluso se ve algún hippy vendiendo abalorios entre mestizos de cobre, tocados todos con altos sombreros blancos de ala, y casi todos con un machetón en bandolera, como alma inseparable. El mercado cubierto, las pulperías (abacerías), el ritmo calmo y la palabra queda -todo el mundo se saluda- contrastan con el bullicio que se forma a la atardecida, cuando unos turistas bastante alternativos toman al asalto la calle principal y sus patios alumbrados con velitas o bujías parpadeantes.
San José de Copán es lugar para quedarse y no para visitar de paso, en excursión erudita desde la vecina Guatemala. Es un no-lugar reñido con relojes y calendarios, una pócima de las que no quedan. Además, hay no poco que ver y hacer en los alrededores. Cenar en la Hacienda San Lucas, por ejemplo, al otro lado del río, en la oscuridad de los cafetales. Ir hasta La Entrada, donde llegan a mercar cada día campesinos que parecen sacados de las novelas indigenistas de Ramón Amaya (un clásico muerto en 1966). Acercarse a las ruinas mayas de El Puente, en un paraje delicioso, con su pequeño museo. O subir hasta la ciudad colonial de Santa Rosa de Copán: allí no saben lo que es un turista, hay que explicárselo. Creo que con eso queda dicho hasta dónde llega ese grado de verdad que tanto gusta a los viajeros de oficio.
Localización
Cómo ir. Iberia (902 400500) tiene un vuelo diario desde Madrid a San Pedro de Sula, vía Miami a partir de 718,6 euros.Desde San Pedro de Sula se puede ir a Ruinas de Copán en autobús (son 180 kilómetros y unas dos horas y media); está en proyecto un aeropuerto para Copán.Alojamiento. Hotel Marina Copán (00 504 651 4070), haciendo semiesquina a la plaza central, es uno de los mejores en el centro, pequeño y tranquilo, con piscina, habitación 98 euros. Posada Real de Copán (00 504 651 4480) tipo resort que está a las afueras del pueblo, a unos tres kilómetros, para quienes quieran tranquilidad absoluta, 87,50 euros la habitación. En el pueblo, que es pequeño, abundan los hotelitos de tipo familiar que tienen entre 10 y 20 habitaciones y que cuestan entre 15 y 50 euros.Comer. Hacienda San Lucas (00 504 651 4106) es una antigua hacienda cafetera frente a las ruinas de Copán, convertida por su propietaria Flavia en un lugar muy personal y exquisito; tienen también un par de habitaciones. Llama del Bosque (00 504 651 4431), cerca de la plaza, presume de ser el primer restaurante turístico del pueblo, cocina típica. Carnitas Nía Lola (00 504 651 4196), al final de la calle de los turistas, tal vez sea el sitio más animado y agradable, sobre todo por las noches, especialidad en carnes y precios discretos.