Inmigración y mercado laboral
Cuando el Estado se enfrenta a la inmigración económica lo suele hacer persiguiendo dos grandes objetivos. En primer lugar, intenta controlar el acceso al mercado de trabajo nacional, decidiendo quién puede acudir a éste y quién no. Con ello pretende retener el gobierno de este mercado, evitar desequilibrios y proteger el empleo nacional, además de otras finalidades de seguridad e inserción social. La entrada en este mercado no es libre, sino que depende de la voluntad del Estado. El establecimiento de requisitos de nacionalidad para el empleo, la discriminación según el origen nacional, la exigencia de permisos específicos para los trabajadores extranjeros o el sistema de cupos son algunos de los mecanismos utilizados para poner en práctica este control. Una vez legalmente integrado en el mercado de trabajo, y en segundo lugar, el Estado suele optar por reconocer un principio de igualdad de trato para el trabajador extranjero, al que reconoce los mismos derechos que a sus propios nacionales. Esta opción se justifica igualmente por una multiplicidad de razones: indudablemente, una cierta idea de dignidad de la persona y de solidaridad social, superior a cualquier requisito de nacionalidad; y la necesidad de dar cumplimiento a un marco internacional que se basa en este principio de igualdad. En términos económicos, la igualdad también tiene su lógica, pues evita el efecto negativo que tendría la presencia en el mercado de trabajo de trabajadores extranjeros con menores derechos, y por lo tanto, de utilización más cómoda y menos costosa. Estos trabajadores supondrían una auténtica competencia desleal frente a los nacionales, que disfrutarían de la totalidad del ordenamiento laboral.
A principios del siglo XXI estos objetivos continúan siendo válidos. El problema es que han dejado de ser reales y efectivos. La presión de los movimientos migratorios es tal que hace prácticamente imposible su puesta en práctica. De un lado, el control del acceso se ha hecho mucho más difícil, y es evidente que el Estado carece ya de los medios necesarios para hacerlo viable. La inmigración ilegal es quizás el aspecto más llamativo de este fenómeno, pero no es el único. La dificultad de distinguir el ingreso por motivos laborales u otros motivos también contribuye a esta pérdida de control, particularmente en países turísticos como España. En ocasiones el Estado pierde la posibilidad de decidir quién entra en su mercado de trabajo, como le ocurre a los Estados miembros del espacio económico europeo respecto de los trabajadores nacionales de éste.
De otro lado, mantener la igualdad de trato de los trabajadores migrantes sólo resulta válido respecto de ciertos grupos de éstos. La entrada ilegal en un país supone un estatus de ilegalidad que condena al trabajador a empleos clandestinos, perpetuando la irregularidad y negándoles el acceso a las condiciones laborales vigentes en éste. Además, en el mercado de trabajo español muchos inmigrantes se ubican en segmentos de éste del que los trabajadores españoles se excluyen. Incluso cuando la inmigración es legal ésta se concentra en trabajos poco remunerados y con escasas perspectivas profesionales.
En estos términos, el impacto de la inmigración en el mercado de trabajo nacional provoca disfunciones que conviene evitar, dotando al Estado de los instrumentos necesarios para asegurar que el control de la entrada y la igualdad de trato vuelvan a ser efectivas. Y no se puede olvidar que el Derecho del Trabajo, como ordenamiento cuya existencia se justifica por su ambición de proteger a las personas que se encuentran en una situación de debilidad en el mercado de trabajo, debe colocar entre sus prioridades a los inmigrantes sin que las consideraciones a otros aspectos del fenómeno, del todo legítimas, le hagan perder su identidad como derecho social por excelencia, en un Estado que se define también como social.