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Columna
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Un polizón en el 'Prestige'

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay analiza el origen de las medidas adoptadas por el Gobierno en relación con el 'caso Prestige'. El autor aboga por el establecimiento de un marco institucional para evitar situaciones similares

También usted habrá sentido, como la mayoría de los españoles, una cierta vergüenza colectiva por la inadecuada reacción del Gobierno ante la catástrofe del Prestige, por su incapacidad para manejar la situación, por la demostrada incuria de algunos de sus miembros, por la clamorosa falta de medios anticontaminación en el país europeo de mayor longitud de costa, por la deficiente organización de los que estaban disponibles y por tantas cosas más, de las que no es la menor su mal estilo permanente. Todo ello ha situado al señor Aznar y a su Gobierno bajo el agua o, más propiamente, bajo el chapapote.

Pero dejemos por un momento al Gobierno, mientras se agita para defenderse ante la indignada opinión pública, y vayamos a la cuestión principal: el origen del problema. No me refiero, naturalmente, al estado de conservación del barco ni a la intensidad de las olas ni al discutido origen de la brecha inicial en su costado. Desde que la emergencia fue un dato cierto -la brecha, la escora del barco, el inicio del vertido y el riesgo real de hundimiento-, se adoptaron y se dejaron de adoptar muchas decisiones. Lo principal es averiguar si las que se tomaron estuvieron presididas por el buen sentido o por la más lamentable de las miopías.

El Centro Zonal de Coordinación de Salvamento Marítimo de Finisterre ha dejado anotado en la crónica de sus comunicaciones que el 17 de noviembre el Gobierno ordenó que el Prestige se fuera 'al quinto pino', lo más lejos posible de la costa, confirmando formalmente la única idea exhibida por el Gobierno desde el comienzo de la crisis. Adónde exactamente había que remolcar el Prestige o por cuánto tiempo había de mantenerse alejado de la costa no parecía formar parte de las irreflexivas instrucciones gubernamentales.

En los días pasados un experto en este tipo de accidentes mencionó la existencia de recomendaciones internacionales que aconsejan la pronta entrada en puerto donde pueda ser auxiliado, de los buques siniestrados en estas circunstancias. Por una razón elemental: la evitación del mayor daño ecológico posible. El argumento tiene bastante lógica, aunque su aplicación no sea fácil, como está a la vista.

Las autoridades españolas se empeñaron desde el primer momento en alejar el barco sin rumbo preciso hacia aguas profundas. La lógica implícita parecía ser que el alejamiento evitaría los eventuales daños producidos sobre las costas españolas (gallegas). No parecía formar parte del análisis de las autoridades españolas -o de sus preocupaciones principales- la eventual extensión de los daños a otras costas, pongamos francesas, portuguesas o -dada la indeterminación del rumbo y de la duración del alejamiento- del otro lado del atlántico. Ni tampoco el potencial daño al conjunto del ecosistema derivado del hundimiento de un enorme petrolero cargado de fuel en una sima del Atlántico.

En honor a la verdad, hay que recordar que la opinión pública española fue demasiado comprensiva con semejante decisión, al menos en primera instancia. No disponía de todos los datos del problema, desde luego. Pero los medios expresaron un raro alivio cuando el cable del remolque pudo hacerse firme y el Prestige, muy cerca ya de la costa, fue remolcado con rumbo tan incierto como errático: 'Al quinto pino'. El enorme error adquiría la imagen del éxito.

La economía ha tomado prestado del vocabulario náutico el término polizón para referirse a quien puede beneficiarse de un bien sin pagar un precio por ello. Como se sabe, decidida la existencia de un bien público puro, nadie puede ser excluido de su disfrute, aunque no pague precio alguno. Si alguien puede apropiarse del medio natural de modo gratuito en beneficio propio, puede afectar negativamente al bienestar de otros. Y eso es lo que ocurre cuando se tiene la potestad de enviar un barco cargado de petróleo a una sima del mar sin analizar las consecuencias no sólo sobre las propias costas, sino sobre las costas adyacentes y el conjunto del medio marino. Naturalmente, la maximización del bienestar colectivo prescribe que nadie pueda tomar decisiones que pueden producir daños fuera de su exclusiva jurisdicción sin la compensación adecuada o, mejor aún, sin contar con los potenciales afectados. Lamentablemente, el marco institucional para que esto ocurra no existe. A falta del mismo, las autoridades portuguesas se vieron en la necesidad de advertir que el Prestige, en su errático rumbo, tampoco podría entrar en su zona económica exclusiva.

Lo que nos lleva a la conclusión de que una decisión, tomada por consideraciones exclusivamente nacionales, que afecta a un bien como es el medio natural -el mar, los recursos pesqueros, las aves, el paisaje y un largo etcétera, amén de los medios de vida de mucha gente- ha producido un efecto catastrófico. No fue tan sólo una decisión equivocada. Fue una decisión que jamás se hubiera producido si, ante semejantes circunstancias, se hubiera tomado en consideración a los potenciales afectados (países vecinos y no tan vecinos).

Tal vez en ese caso, el Prestige no hubiera sido remolcado al 'quinto pino', sino que hubiera acabado en aguas más próximas, dentro o fuera de un puerto español, donde los medios de auxilio, de aspiración del fuel, de trasvase y de aislamiento de los derrames, hubieran podido ser más efectivos, la zona afectada notablemente menor y, por ende, el daño sin parangón con el ya causado y con el que está por venir. El Gobierno de España actuó como un polizón. Pero, en este caso, sin ninguna fortuna. Tomó la decisión equivocada por consideraciones sólo internas. Y ha acabado afectando a propios y extraños. Lo hizo mal desde el principio y lo acabó de estropear con su comportamiento tras la catástrofe. Urge un marco institucional y códigos exigibles de conducta que impidan que un Gobierno, el español u otro, pueda tomar una decisión semejante.

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