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El paladar

Bendito azar

Como otros gloriosos manjares, el queso nació por accidente

C

uentan las crónicas que el queso supone la inmortalidad de la leche y algo de razón llevan porque cuando un pastor probó por primera vez aquella pasta densa que sólo unas horas antes era simple fluido lácteo, sorprendido por su sabor mantecoso y acídulo, no se le ocurrió otro interlocutor sino el cielo para pedir explicación sobre tan escasamente terrenal fenómeno. Sin embargo, las crónicas no cuentan con precisión ni cuándo ni dónde se desarrolló esta escena. Pudo ser protagonizada por un nómada arábigo que vertió leche en una bota de cuero fabricada a partir del vientre de una oveja, antes de cruzar el desierto, y que cuajó con el calor, operación que ocurrió hace unos 5.000 años; o por los sumerios, quienes datan el queso 3.500 años antes de Cristo; o probablemente en el Neolítico, hace 10.000 años, como presumen otros investigadores. Frente a tanta discrepancia sobre la fecha, existe, por el contrario, un absoluto consenso sobre el fenómeno. Porque lo dicta la lógica: en su afán de utilizar todos los recursos que le brinda la naturaleza para despistar la hambruna, el hombre termina por ordeñar las reses que ofrecen más rendimiento lácteo y por sacrificar las que proporcionan más calidad y cantidad de carne. Y de todas busca el máximo aprovechamiento. No es extraño, por tanto, que el vientre de los rumiantes terminara convertido en vasija; ¿y qué ocurre cuando la leche se vierte en el cuajar? Blanco y en botella.

Como sucedió con otras tantas epifanías gastronómicas (el champán, por ejemplo, que incitó al monje Dom Perignom a correr por su abadía gritando que estaba bebiendo estrellas), el queso fue un accidente.

El hombre comenzó a domesticar a los animales, como el uro (después tu-ro y mucho después con bastantes diferencias morfológicas, toro). Las propias enzimas que alberga en su estómago, convertido en vasija por los pragmáticos pobladores primitivos, procuraban el cuajo de la leche y nació el queso al que alabaron en extremo, pues a su vez utilizaban para todo: cura verrugas, extrae la ponzoña, quita las mancillas y cardenales. Tal gloria gastronómica no podía pasar desapercibida a las civilizaciones clásicas que lo aprehendieron con tanta pasión que los fabricaban de mil libras, de tal manera que con un solo queso se podía dar de comer a mil esclavos, cuenta el historiador Antonio Gázquez. Y mientras ocultan las crónicas que la fiel Penélope no sólo ocupaba su espera tejiendo, sino también fabricando quesos que regalaba a su legión de pretendientes, los monjes pasearon la industria quesera por todas las culturas y países que habitaron hasta que este noble producto experimentó tal eclosión en el Medievo que llegó a ser utilizado como moneda de pago de diezmos. Aunque para usos exóticos, el que todavía le dan los pastores trashumantes: lo usan de nevera. Convierten en queso toda la leche que les sobra y lo guardan para el invierno.

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