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Tribuna
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El trampolín de la huelga

Decía cuando entonces el general Francisco Franco: 'La huelga es el trampolín donde los saltimbanquis de la política hacen sus cabriolas'.

Y ahora anda el Gobierno de José María Aznar tildando de política la huelga general que anuncian los sindicatos para la jornada del 20 de junio próximo.

¿Será que vuelve así el término política a reencontrar aquel significado descalificador que le fue atribuido por el sistema de propaganda durante los mal llamados 40 años del fenecido régimen? ¿Qué le pasa al declinante José María Aznar según se aproxima su fecha de caducidad de dentro de dos años, en el 2004?

Parece un sueño, con la que está cayendo, recordar los afanes aznaristas surgidos en el año 1996 tras su primera victoria electoral, cuando en una semana, cumplida por su apoderado general Rodrigo Rato destacado a Barcelona, se afirmaba haber avanzado más en las negociaciones con los nacionalistas catalanes de Convergència i Unió (CiU) de lo que habían alcanzado sus predecesores, los nefastos socialistas, en los 14 años precedentes.

Visto lo que ha venido después resulta ininteligible que Jaime Mayor Oreja y Francisco Álvarez-Cascos establecieran el pleno idilio con el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y lograran sus votos a favor de la investidura del candidato del Partido Popular y de tantos y tantos proyectos de ley por muy impresentables que fueran -incluido el que declaraba el fútbol de interés general o imponía el descodificador único para las plataformas digitales-, mientras se iniciaba un tráfico intenso para remitir desde Gijón las mejores camelias a Sabinetxea y recibir desde allí los mejores caldos de Rioja Alta.

Otro tanto sucede en el ámbito de las relaciones con los sindicatos.

Porque, vamos a ver, ¿es este José María Aznar, que tanto interés tuvo en que fueran precisamente los secretarios generales de Comisiones Obreras y de la Unión General de Trabajadores los primeros en ser recibidos nada más instalarse en la residencia oficial del presidente del Gobierno, que tanto alardeó de ese proceder y también de su insobornable talante negociador, que tan dispuesto estaba a dar lecciones a los socialistas, sufridores cuando gobernaron de varias huelgas generales, que exhibía a cada paso que daba los acuerdos logrados con las organizaciones sindicales impulsados por un Javier Arenas ministro de Trabajo y refrendados con nube de fotógrafos y de cámaras de todos los canales de televisión en el Palacio de la Moncloa, que dominaba con maestría el procedimiento para llevar a cabo las reformas convenientes en el sistema de relaciones laborales, el mismo que aparece incompatibilizado con sus interlocutores modélicos de tantas veces?

Los aznarólogos más aventajados señalan los cambios operados en el presidente del Gobierno como resultado, de una parte, de la permanencia en el poder y, de otra, de la aproximación experimentada por la fecha fija en que ha determinado renunciar al intento de prorrogarla.

Observemos que el presidente ha ido adoptando un estilo lacónico del que sólo se escapa raras ocasiones en ambientes incondicionales para explayarse en los más penosos recitales.

A partir de ese control oral, algo podremos colegir intentando trascender del análisis verbal al psicológico y descubrir así la naturaleza de las transformaciones personales sufridas por el presidente.

Para ello ayudará valernos de un útil como el que proporciona el último libro de Rafael Sánchez Ferlosio, La hija de la guerra y la madre de la patria (Ediciones Destino, Barcelona 2002).

En uno de los pecios de la citada obra, titulado Ojo conmigo, Rafael Sánchez Ferlosio la emprende contra el laconismo y sostiene que los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la 'profundidad', fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol.

Añade el autor también que lo 'profundo' lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible como el dicho enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí.

Y concluye que la indiscutibilidad es como un carisma que sacraliza la palabra canjeando por la magia de la literalidad toda posible capacidad significante.

Una magia, a la que tanto colabora la sumisión de los medios informativos, mediante la cual la palabra ya no dice, no habla, es letra muerta, voz muda, signo inerte pero inconmovible, con el resultado de despojar a la palabra de toda virtualidad significante para dotarla en su lugar de poder preformativo: no busca ser entendida, sino obedecida.

Ya no se trata de que entendamos a Aznar, basta con que le obedezcamos.

Un buen ejemplo lo tuvimos en la sesión de control oral al Gobierno durante el pleno del Congreso de los Diputados del pasado miércoles.

Preguntaba el señor Gaspar Llamazares, del Grupo Federal de Izquierda Unida, cuál es la posición del Gobierno de Aznar ante las propuestas sindicales de incremento de la cobertura al desempleo.

La escueta respuesta del señor Aznar fue que los sindicatos no han querido dialogar con el Gobierno, muy en contra de los deseos de éste.

Entonces Llamazares replicó con el ruego de que eviten presentar la huelga como un contubernio perverso, de que dejen de tildar a extremeños y andaluces de indolentes y de que dejen de hacer méritos ante la Unión Europea.

Ahí le esperaba José María Aznar, que en su dúplica calificó la huelga de despropósito para hacer daño a la imagen y al interés de España, cuya definición, por supuesto, se reserva en exclusiva. Así que nos veremos el próximo día 20.

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