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Columna
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Inflación, empleo y política fiscal

España no ha superado los retos que tenía antes de entrar en la Unión Monetaria. Víctor Gonzalo y Alejandro Inurrieta analizan la inflación y el desempleo, así como el problema de los precios en el desequilibrio exterior

Tres años después de entrar en la tercera fase de la Unión Monetaria, (UEM) y superada con éxito la entrada física del euro, la economía española no ha superado los grandes retos que tenía. En primer lugar, una inflación diferencial muy positiva, y hasta creciente con el resto de la UEM. Además, un mercado laboral muy distinto de los países a los que intentamos converger, con una tasa de actividad baja, consecuencia de las grandes disfunciones en el mercado de trabajo, una baja productividad por empleado y una alta tasa de paro.

Si queremos converger en términos reales, debemos aumentar la participación, o la productividad por empleado, o reducir la tasa de paro. Si fueran las tres cosas a la vez, mejor. El sistema productivo sigue teniendo gran dependencia externa en patentes e innovación tecnológica. El que inventen ellos sigue siendo una dolorosa realidad. Por último, persiste el desequilibrio exterior, se compra demasiada producción en el exterior, más de la que se vende, o se ahorra demasiado poco.

Ciñéndonos al primer desequilibrio, tal vez uno de los más desfavorables dentro de la disciplina de una UEM, los últimos datos refuerzan la idea de que el núcleo inflacionista en la economía española no es coyuntural. La resistencia de los servicios, unida a otros factores internos, como el incremento de la fiscalidad indirecta explicarían el diferencial. Es interesante resaltar que la moderación de los precios de bienes industriales no energéticos, que llega a ser superior a la que se produce en la UEM, corrobora la estrecha correlación entre márgenes empresariales y, por tanto, poder de fijación de precios e inflación.

Sin datos sobre márgenes de beneficios en el sector servicios, sí podemos observar cómo los márgenes en el sector industrial han retrocedido de forma brusca, en parte por un proceso de mayor competencia, pero sobre todo por un fuerte repunte de los costes laborales unitarios, debido al bajo crecimiento de la productividad (1% en 2001).

No tener buenos indicadores de precios de servicios prestados por empresas nos impide seguir la ruta de la inflación en la economía, pero parece claro que no es la industria la responsable, sino, probablemente, sectores no expuestos a la competencia.

En el sector servicios, donde la posibilidad de competencia en muchos es una ilusión, la realidad es una muy distinta. Con un incremento de la retribución no muy alejado de la inflación media, 3,5% en 2001, los incrementos de precios, muy por encima de la media de los países de nuestro entorno, se deben principalmente a un fuerte incremento del margen de beneficio y, en menor medida, a la evolución diferencial de su demanda en España, especialmente en hostelería o educación. El poder de fijación de precios de los servicios tiene, en la actualidad, pocas posibilidades de ser disminuido desde las autoridades económicas, pues salvo algunos mercados, como telecomunicaciones o servicios energéticos, el resto no está sujeto ni a precios administrados ni a ninguna regulación en su funcionamiento.

Por tanto, no hay muchas razones para pensar, salvo por la relajación del consumo interno, que la inflación subyacente pueda retornar a cifras cercanas a las de nuestros socios comerciales, algo que encarecerá las cargas de las empresas cuando se tengan que revisar los acuerdos firmados a principios de año.

Es interesante resaltar la dependencia de la inflación de los servicios respecto al crecimiento del consumo. Por ejemplo, los mínimos de la inflación española se producían antes de 1999. No es casualidad que a partir de entonces repuntara fuertemente la inflación subyacente.

Coincide con la primera reforma del IRPF, que liberó renta disponible en aproximadamente un punto porcentual del PIB por año. Como la rebaja de impuestos tuvo carácter permanente, lejos de lo que pretendía el legislador, la renta liberada no se dedicó al ahorro, sino, probablemente, al consumo de bienes y servicios en los que existía escasa capacidad de la oferta para hacer frente a incrementos de la demanda.

El alza en el precio de los servicios presionó el nivel general de precios de la economía, y se acabó traduciendo en demandas salariales consecuentes en todos los sectores, tanto cerrados a la competencia que pudieron trasladar nuevamente a precios el aumento de costes, como abiertos, que no pudieron trasladar el repunte de costes. El sector industrial pudo perder, con ello, competitividad. Si ésta se pierde, condiciona la viabilidad económica de los proyectos de inversión, y la producción y el empleo.

Todo esto se puede ver como uno de los largos y aburridos cuentos que contamos los economistas, o como un aviso sobre los límites de lo que se puede hacer. Especialmente teniendo en cuenta que estamos en época de saldos fiscales (con los dos principales partidos del país interesados en bajarnos los impuestos) y de reformas en los mercados laborales, y en particular en el sistema de prestaciones por desempleo.

Respecto a la rebaja del IRPF, la anterior ya se expuso como una medida de oferta: la reducción de la tarifa marginal se veía como un estímulo a la participación en el mercado laboral. Pero ¿qué sucede con los perceptores de rentas muy bajas, que no pagan impuestos? Como no tienen rebaja fiscal, no se incrementa su participación. Es muy relevante el caso de los trabajadores marginales (los que no son perceptores principales de rentas del trabajo en la familia), que han tenido un estímulo nulo a la participación. Si con la mayor participación se intentó rebajar la presión de los salarios en ciertos sectores, la medida se ha notado bien poco.

Ahora, como remedio parcial, se pueden endurecer las condiciones para percibir el subsidio de desempleo, basando el endurecimiento en la aceptación de las ofertas hechas por el Inem al trabajador en paro. Prescindiendo del escaso número de afectados potenciales por esta medida, ¿alguien puede confiar en que el Inem sea capaz de casar una oferta y una demanda de empleo? Tampoco por aquí se puede hacer gran cosa para aumentar la participación.

Si vamos a gastar, pongamos, 3.000 millones de euros en una nueva rebaja de impuestos, ¿por qué no los dedicamos a reformar el Inem para que sirva como auténtica oficina de empleo? Sólo una reforma de ese calado podría hacer útil el endurecimiento del subsidio de desempleo. Si el problema es la escasa productividad de los trabajadores, ¿por qué no se establece en la imposición directa un fuerte incentivo a la formación y a la inversión en equipo físico y menos a la inversión en vivienda? Si, por último, hay que estimular la participación en el mercado laboral, y teniendo en cuenta que el problema está en colectivos como mujeres con responsabilidades familiares, ¿por qué no se establecen mejores servicios de ayuda familiar (cuidado y educación de niños y asistencia a ancianos y enfermos)?

Es posible que esas medidas no sean efectivas sobre el mercado laboral, pero, por lo menos, no serán inflacionistas.

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