Hacia un nuevo orden mundial
La globalización y la consecuente interrelación de las economías mundiales comienza a ser un hecho constatable y empíricamente demostrable.
El panorama ha ido cambiando en pocos años, y hemos pasado de una etapa de economías autónomas y muy poco interdependientes, a la actual fase en la que la globalización hace que lo que sucede en un país tenga inmediatas repercusiones en el resto, y las tendencias se vayan unificando.
En la Europa de los noventa (concretamente al cierre de 1993), cada país tenía datos macroeconómicos muy distintos. Mientras los tipos de interés a largo en Portugal superaban el 12%, en Alemania apenas pasaban del 6%, o el IPC, que en Grecia era del 13,7%, en Bélgica sólo alcanzaba el 3,1%. No se podía, pues, hablar de una zona euro.
Si vemos datos del sureste asiático del mismo año, encontraremos otra batería de indicadores completamente deslavazados. Mientras el crecimiento del PIB en Hong Kong era del 6,1%, en Singapur alcanzaba el 10%. Y si hablamos de déficit públicos sobre PIB, mientras Malaisia tenía un superávit del 0,4%, en Tailandia el déficit era del 2%, muy lejos ambos del 15,5% de déficit de Singapur. No se podía, pues, hablar de una zona asiática.
En Latinoamérica, tampoco los datos estaban interrelacionados. La formación bruta de capital fijo (en porcentaje del PIB) era, por ejemplo, del 16% en Argentina, y casi 10 puntos más en Chile. Los crecimientos de la M-2, en Brasil eran del 2,7% y en México del 14%.
Pero a finales de los noventa las cosas habían empezado a cambiar. La formación de zonas económicas mundiales era evidente. En Europa habíamos alcanzado ya un alto grado de convergencia, se empezaban a contemplar los tigres asiáticos como unidad, con repercusiones evidentes de los vaivenes económicos de un país en el vecino, y en Latinoamérica, el efecto dominó demostraba cómo una economía podía verse afectada o relanzada por otra de su misma zona.
En esta fase, sin embargo, si bien la relación entre países de una misma zona era evidente, no podía decirse que las zonas estuvieran aún fuertemente vinculadas entre sí.
Pero llegamos a principios del siglo XXI. Quién no recordará que hace apenas un año el mundo discutía si EE UU tendría un 'aterrizaje suave' o sufriría un frenazo brusco, se apostaba sobre si Europa tomaría el papel de locomotora y se empezaba a confiar en una estabilización latinoamericana.
¿Qué ha sucedido en un año? Simplemente, que la globalización empieza a ser constatable, y EE UU no acaba de levantar cabeza, Europa empieza a flojear, América Latina vuelve a las andadas y a los asiáticos, con Japón al frente, no les van mejor las cosas. El mundo se ha quedado sin locomotora.
Ese es el nuevo orden económico internacional en el que tenemos que acostumbrar a movernos. No un orden pesimista, pero sí orden igualitario. En el que todos seremos locomotoras o vagones. En el que cuando los tipos de interés bajen (como ahora) bajen en todo el mundo y cuando las tasas de crecimiento se estanquen (como ahora) se estanquen por doquier. Este es, pues, el nuevo orden económico internacional, basado en la estrecha relación de los factores. De unos factores que impulsa la globalización.