<I>Por si vienen mal dadas</I>
España debe buscar nuevas formas de mejorar la competitividad por si somos peores jugadores de lo que pensamos.
Hace no más de tres años era opinión unánime que en el mundo sólo podían mantenerse dos tipos de regímenes cambiarios: los de libre flotación y los de tipo de cambio estrictamente fijo. Cualquier régimen intermedio estaba condenado al fracaso, como habían demostrado sucesivas crisis cambiarias desde 1997 con el inicio de la crisis asiática. Cuando la elección se hacía por un régimen de tipo fijo, la circulación de la moneda debía estar respaldada por un volumen elevado de la moneda ancla, en forma de reservas en el consejo cambiario.
El consejo cambiario argentino era un ejemplo de mantenimiento de tipo de cambio fijo, hasta que la devaluación del real brasileño condenó a su economía a una pérdida de competitividad imposible de superar en una situación en la que las autoridades monetarias y cambiarias tienen vedada cualquier situación.
No era ese el único problema argentino. Por una parte, el dólar, con el que estaba fijada la paridad del peso, venía apreciándose desde 1995, minando poco a poco la competitividad del sistema productivo. Además, una de las fuentes principales de ingresos de dólares para la Argentina, las materias primas, experimentaban descensos de precios a lo largo de toda la década, sometiendo a su economía a un fuerte deterioro de la relación real de intercambio (el cociente entre los precios percibidos por los productos argentinos vendidos en el exterior y los precios de productos del resto del mundo adquiridos por la Argentina).
Piensen lo que sucede a una empresa que ve cómo su producción pierde valor, al tiempo que sigue teniendo que pagar lo mismo por los inputs que emplea; en el extremo se descapitaliza.
La experiencia argentina nos permite recordar dónde persisten regímenes cambiarios como el del peso, y reflexionar sobre sus posibilidades de supervivencia. El más parecido es el del dólar de Hong Kong, vinculado con el dólar estadounidense. Si percibiéramos problemas con el valor de la producción de aquella ciudad, podríamos apostar por su ruptura. La caída de la demanda de los productos de la antigua colonia británica supone, efectivamente, un problema, pero podría ser sobrellevado por la inmensa reserva de dólares estadounidenses en poder del consejo cambiario de Hong Kong, a los que además podemos añadir la reserva de divisas del Banco de China. No obstante, la experiencia dicta una sentencia rotunda: en el largo plazo no sobrevive este tipo de regímenes cambiarios.
Si seguimos repasando áreas económicas en las que el tipo de cambio es fijo, acabaremos ¡en España! Como el resto de países de la UEM, ha renunciado a la política monetaria y cambiaria propia. En el caso español, debe hacernos reflexionar el hecho de que en los últimos 50 años las devaluaciones de la peseta han sido elementos fundamentales para encarar la pérdida de competitividad, cuando ésta se producía (lo cual era lo habitual).
Hurgando en el problema argentino, uno de los fenómenos que han hecho insostenible la paridad peso dólar ha sido la pérdida de competitividad; de forma que señales de este tipo de pérdida deberían ponernos en alerta en España, porque a la pérdida de competitividad sigue la disminución en el empleo y en el bienestar.
Los últimos años, pese a todo, han sido un éxito en términos económicos para España, gracias en buena medida a la incorporación de la peseta al euro, con las oportunidades que este suceso ha tenido en el acceso a la financiación por parte de los inversores y con la disminución del coste de la financiación.
La moderación salarial ha sido otro elemento clave para el crecimiento económico y el aumento de la ocupación.
Ambos factores pueden estar agotados, pues es difícil que mejoren las condiciones financieras en la misma medida que en años anteriores, o que los salarios se moderen más.
Habrá que buscar, pues, nuevas formas de mejorar la competitividad, por si vienen mal dadas (las cartas) y por si somos peores jugadores de lo que pensamos.