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TRIBUNA

<I>La credibilidad económica de los Gobiernos </I>

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay sostiene que el cuadro macroeconómico contenido en los Presupuestos elaborados por el Gobierno para 2002 ignora los efectos de la desaceleración económica internacional.

El activismo gubernamental en política económica ha cobrado nuevos bríos en los últimos tiempos. Tras años de prédica incansable sobre los riesgos de la acción gubernamental, se diría que las circunstancias de la economía mundial han puesto sordina a las voces que, con tanta prudencia co-mo interés, insistían en la necesidad de poner coto no sólo a los excesos del intervencionismo (fallos del Gobierno) sino a cualquier forma de in-ter-vención que hiciera frente a los manifiestos fallos del mercado.

Los programas gubernamentales de aumento de gasto y reducción de impuestos son objeto de viva polémica en EE UU, pero, en general, la recepción de los mercados -atentos como siempre al corto plazo- está siendo positiva. No parecen existir objeciones de la ortodoxia a las ayudas al transporte aéreo ni en favor de las compañías de seguros, principales afectados por los hechos del 11 septiembre. Pero el cambio de to-no es tan ostensible que se ala-ba que los republicanos ven oportuna la elevación del salario mínimo, objeto en el pasado de los mayores ataques por su eventual contribución a la rigidez de los mercados de trabajo.

Se recuerda cada día el consejo del maestro Greenspan de que importa más actuar bien que actuar rápido, pero, cumplido el trámite del recuerdo, parecen tener más relevancia los guarismos que estiman el importe de las rebajas impositivas o de los aumentos del gasto que el debate en torno a su orientación y adecuación a los efectos de la política económica en tiempos de recesión.

En la UE la flexibilización de los criterios del Pacto de Estabilidad se ha hecho con mayor discreción pero no por ello es menos real. El activismo en la política económica, la eliminación del santo temor al déficit, presunto responsable de todos los males que nos aquejaban, abre ahora paso al juego de los estabilizadores automáticos considerados con obligada benevolencia por la Comisión Europea. Todo lo cual sugiere que vamos a asistir a consideraciones más mesuradas que las de años anteriores sobre el papel que corresponde a los Gobiernos en etapas de incertidumbre y crisis como la que vivimos y, en algunos casos, a verdaderas exigencias de intervención gubernamental de carácter tanto sectorial como general.

Nada de lo dicho resulta extraño si se ponderan las condiciones tan distintas en que está funcionando la economía del mundo en relación con los años anteriores. Lo que resultaba extraño, por excesivo, eran los intentos de confinar la acción de los Gobiernos a la mera contemplación de unos mercados, investidos de omnipotencia para sustituir con ventaja todas las funciones desempeñadas por aquellos. No parece razonable entristecerse por tal reconsideración. Unos cuantos años de razonable bonanza económica, unidos al perfeccionamiento de instituciones económicas y medios de acción pública, habían hecho olvidar cosas tan elementales como la existencia de ciclos. Y hasta cundía la ilusión de que la nueva economía se asemejaba a una especie de paraíso autoalimentado donde el incremento de la productividad podía garantizar por igual el crecimiento, la estabilidad de precios y el pleno empleo. Por algún tiempo está claro que no va a ser así.

En España las cosas son de otro modo, si ha de juzgarse por los comportamientos oficiales. Pocas veces hemos asis-tido a una presentación tan insulsa y sin interés como la de los Presupuestos Generales (PGE) para 2002, en plena vorágine internacional. No es sólo que haya pasado sin pena ni gloria, sino que na-die parece preocuparse por ello, lo que resulta más inquietante. Razones para el desinterés en el contenido de los Presupuestos hay en abundancia. Lo que se explica mal es que su falta de credibilidad no suscite una reacción un poco más encendida de las opiniones publicadas.

Los doctrinarios del parlamentarismo suelen señalar la relevancia de un debate como el de Presupuestos, en el que los representantes de la soberanía popular deciden sobre los gastos públicos que se financian con los impuestos de los ciudadanos.

Hace tiempo sabemos que esa decisión, a pesar de la doctrina democrática -no taxation without representation- es mucho más del Gobierno que de los representantes de la soberanía popular. Pero, al menos, todavía se mantiene la posibilidad de que las diversas opciones planteen propuestas alternativas de política económica. Naturalmente, el requisito para que el debate tenga sentido y no se convierta en ejercicio de funambulismo es que se parta de bases comunes en la información económica que maneja el Parlamento y que las previsiones guarden relación con el horizonte económico estimado más probable.

Nada de esto ocurre con los Presupuestos para 2002. La creciente oscuridad en la presentación de los PGE ha alcanzado este año cotas desconocidas. No sólo las cifras son incomparables con las del año anterior, sino que la consideración de la financiación autonómica sume a todas las partidas principales en la más absoluta de las incertidumbres. Por si fuera poco, los PGE para 2002 se han presentado como si nada hubiera ocurrido desde el verano. A la optimista consideración del escenario recesivo que se venía configurando ya antes del 11 de septiembre se añade, ahora, la voluntaria y consciente ignorancia de los efectos adicionales que, al menos a corto plazo, se van a producir. El resultado es una discrepancia manifiesta en el cuadro macroeconómico que sirve de base a los Presupuestos respecto de las estimaciones generalmente aceptadas. Ya que existen incertidumbres, parecen pensar sus autores, ¿para qué tomarse el trabajo de señalar un escenario más probable a riesgo de volver a equivocarse? Al menos, parecen pensar, se mantiene el optimismo y no se paga el precio de reconocer en toda su magnitud la realidad de la desaceleración. Ni, por ende, el de prescindir del fundamentalismo proclamado a la vista de la realidad y la práctica internacional. Para eso siempre hay tiempo.

Con semejantes bases, es obvio, no puede resultar un debate demasiado serio. A pesar de ello los PGE se aprobarán del mismo modo, ante la indiferencia general. En el curso del ejercicio siempre se pueden hacer las correcciones oportunas para dotar tal o cual partida. Y si el pretendido equilibrio presupuestario se transforma en déficit, como es presumible, tiempo habrá de proclamar lo que ahora parece pretenderse evitar: el reconocimiento de que hemos de hacer frente a una desaceleración más intensa de la actividad económica.

El año pasado el Gobierno hizo una increíble previsión de inflación para el año 2001. La hizo a ciencia y conciencia entre la rechifla general. Ahora vuelve a hacerlo respecto del crecimiento del PIB proyectado en 2002. Ni entonces pasó nada ni ahora pasará. Uno se pregunta qué interés puede tener un debate con quien no se cree ni sus propias previsiones. Definitivamente, el debate de los PGE ha dejado de ser, lamentablemente, el momento estelar de la vida democrática, si alguna vez lo fue. Convendría hacer algo al respecto.

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