<i>¿Patriotismo contra recesión? </i>
José Borrell Fontelles analiza la situación económica tras los episodios del 11 de septiembre y sostiene que las apelaciones al patriotismo no bastarán para evitar que los grandes fondos vendan activos con la rentabilidad dañada.
Antes del 11 de septiembre, fecha que parece atraer las desgracias, la economía occidental se adentraba en una crisis de sobreproducción. Bastante clásica en el fondo, aunque había empezado por los sectores de la nueva economía.
El capitalismo suele salir de estas crisis destruyendo lo que ha acumulado en exceso, antes de empezar a construir de nuevo. Este proceso de destrucción de valor se había ido produciendo a través del crack lento, pero acelerado, de las cotizaciones bursátiles. Antes del verano las previsiones no eran optimistas y todo lo fiábamos al mantenimiento del consumo privado en EE UU.
Pero después de la destrucción física del edificio emblemático de la economía globalizada, todo, incluso las previsiones, se hace más difícil. Lo que ocurra dependerá de la intensidad, la pertinencia y las consecuencias de la respuesta militar americana. Pero, aún declarando la guerra a no se sabe quién y ganándola contra el que más se parezca al probable enemigo, no es seguro que se evite la recesión. Al presidente Bush se lo puede explicar su padre, que ganó la guerra del Golfo y la recesión que siguió le hizo perder las elecciones.
En cualquier caso, los tambores de guerra no son la mejor manera de mantener la confianza de los consumidores. Ni las apelaciones al patriotismo son suficientes para evitar que los profesionales que gestionan los grandes fondos de pensiones vendan los activos cuya rentabilidad se verá objetivamente dañada por los acontecimientos.
La reapertura de Wall Street, menos mala de lo temido, no fue peor gracias a la bajada de tipos de la Fed antes del inicio del back to business y del BCE al cierre de los mercados europeos, las fuertes inyecciones previas de liquidez y a las intervenciones de las propias empresas cotizadas. No sé qué estará ocurriendo cuando estas líneas se publiquen, pero lo que pase en un par de días no puede reflejar el impacto sobre la economía mundial de lo que se ha venido en llamar el inicio de una nueva era y de apelaciones a la cruzada, equivalente cristiano de la Yihad islámica.
¿Quién sabe cómo evolucionarán los precios del petróleo, la moral de los consumidores o las políticas fiscales de los países desarrollados? Todas las recesiones, desde 1970, se han acompañado, o producido, por incrementos del precio del crudo. Por el momento, la OPEP ha aumentado la producción para cortar la inmediata reacción al alza. Pero la capacidad de los países árabes productores para mantener esta actitud dependerá de los efectos que produzca la respuesta militar.
Las circunstancias exigen una distensión monetaria, que ya era necesaria antes de la conmoción creada por el ataque terrorista. Era de esperar que la Fed actuase rápido y hay que alegrarse de que nuestro Duisenberg, tan fuera de la realidad con sus declaraciones previas como siempre, haya tenido que bajar los tipos europeos. Unos y otros tendrán que seguir haciéndolo y, si la autoridad monetaria europea se atrinchera en su unidimensional visión del mundo, los Gobiernos europeos deberían recordarle lo que hizo el Congreso americano con la Reserva Federal durante los días de la gran recesión.
Las políticas fiscales de los países occidentales, lanzadas a una reducción nominal de los impuestos, pueden verse cogidas en la tenaza de una disminución de ingresos inducida por la caída de la actividad. Pero también la ocasión es buena para propiciar una acción concertada en ambos lados del Atlántico hacia políticas que sostengan el crecimiento. Algo que Europa no ha sido capaz, hasta ahora, de aplicar en su propio seno.
Pero, más allá de los precios del crudo, los tipos de interés y las políticas presupuestarias, el factor psicológico será determinante. Antes del ataque terrorista la variable clave era la actitud de las familias, cuyo consumo representa dos tercios del PIB, basada en el efecto riqueza generado por el incremento de valor de sus activos bursátiles. Este efecto riqueza se puede convertir en un efecto pobreza que, junto con el shock producido por los tremendos acontecimientos pasados y los que están por venir, pueden frenar la demanda interna americana, reducir aún más la actividad y los beneficios en un círculo vicioso depresivo. Europa, a pesar de lo que cree Duisenberg, no escaparía al virus de la recesión americana.
¿Podría la psicología colectiva producir el efecto contrario? Es decir, plantar cara a los acontecimientos y que, por una vez, fuese la actitud del ciudadano patriota responsable el que indujese al consumidor en el que lo hemos convertido a comportarse sin temor al futuro. Para crear un clima propicio a esa actitud haría falta que las Bolsas no se hundieran y que los Gobiernos fuesen decidida y expresamente pro activos.
Yendo más allá del intento de escrutar los comportamientos del consumidor occidental, deberíamos reflexionar sobre las razones profundas de lo ocurrido el 11 de septiembre. Condenarlo no basta y eliminar a unos cuantos terroristas, junto con unas cuantas víctimas tan inocentes como las del World Trade Center, no será suficiente. El mundo occidental, con sus ojos miopes clavados en la variación diaria del tipo de interés y de las cotizaciones bursátiles, no puede pretender la seguridad en un mundo dominado por insoportables y crecientes desigualdades, caldo de cultivo de los que están dispuestos a morir matándo-nos.