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TRIBUNA

<I>Antimundialización, ¿hacia un mayo del 68 global?</I>

Ahora que se han calmado las agitadas aguas de la contestación contra la mundialización que convulsionó la bella ciudad de Génova, hace cosa de un mes, y antes de que, siguiendo una rutina ya establecida, se alteren de nuevo (¿será en la ya próxima reunión del FMI en Washington o en la de la FAO en Roma?), puede ser un momento oportuno para echar una mirada sobre estos movimientos de protesta en el medio plazo.

Casi 35 años separan el de mayo de 1968, que como explosión de profundo descontento social en Francia fue emblemático de una época, y el de Génova, culminación violenta de los que habían tenido lugar contra la globalización desde el de Seattle a finales de 1999.

Pero hay también concomitancias significativas que superan esta diferencia temporal. La contestación se produce al final de unos periodos de fuerte crecimiento económico, tanto en el caso de Francia ( que llevó la tasa de paro al 2,6% en 1968) como en la economía mundial en 2000, impulsada por el largo boom de la economía de EE UU.

Como consecuencia de estos periodos de bonanza aumentaron las desigualdades de renta per cápita entre los países y dentro de los mismos.

Era, pues, natural que los movimientos de contestación tuviesen el mismo motivo inicial -una protesta contra estas desigualdades-, pero su evolución ulterior también fue similar.

Mayo del 68 empezó como una simple reivindicación laboral, quizá más general y exigente que en otras ocasiones, en petición de mejores condiciones de trabajo y aumentos salariales. Pero lo que en un principio era una contestación normal y pacífica se radicalizó con una protesta estudiantil que tomó el control de la situación, prolongó la contienda durante semanas y acabó con la victoria de los contestatarios en toda la línea.

Los trabajadores obtuvieron prácticamente todas sus reivindicaciones (por ejemplo, un aumento del salario mínimo del 30%) y los estudiantes una ley que introducía profundos (y necesarios) cambios en los estudios universitarios.

Naturalmente, la economía francesa no pudo soportar la pérdida de competitividad que supuso el coste de la inactividad durante casi un mes y los fuertes aumentos salariales y al cabo de año y medio se devaluaba el franco francés, disipándose así gran parte de las mejoras salariales conseguidas.

La violencia con que se manifestó en Génova la antiglobalización confirma una tendencia que iniciada en Seat-tle hace año y medio va camino de convertirse en un mayo del 68 globalizado. Esta forma de contestación, que prefiere la calle a los coloquios y además ha demostrado su eficacia, parece ser el modelo a seguir en el futuro.

Son dos los elementos básicos que la caracterizan. El proceso contestatario empieza por un movimiento de protesta pacífico. Por motivos salariales en el caso francés y ahora para llamar la atención sobre los efectos negativos de la creciente integración de los mercados de bienes, servicios y capitales. Es decir, el deterioro del salario real de los trabajadores no especializados en los flexibles mercados de trabajo de EE UU y la elevada tasa de desempleo en los más rígidos de Europa.

Sin embargo, estos movimientos contestatarios pronto pierden su protagonismo inicial ante otros grupos de activistas que defienden sus ideas de forma más radical y violenta. Estudiantes, en el caso de Francia, y ahora un conjunto heteróclito que va de los criptomarxistas a los ecologistas y militantes religiosos, pasando por los nihilistas radicales, incapaces como grupo de presentar una alternativa intelectual coherente a la globalización.

El otro elemento básico de la contestación consiste en que basta con resistir lo suficiente para alcanzar la victoria. Así fue en mayo del 68; así se acaba de ver en la capital de España en el caso Sintel y lo mismo se puede decir de Génova, donde los representantes del G-8 se batieron en retirada ya que surgieron en su seno propuestas como la suspensión sine die de estas reuniones o su celebración en lugares recónditos e inaccesibles.

El intercambio mundial de bienes, servicios y capitales, es decir, lo que se entiende por globalización no data de ayer, como es sabido, pero ha sido en estos últimos años cuando esta cuestión ha suscitado un amplio debate que no parece vaya a tener fin.

Este repentino interés podría obedecer a varias razones. La primera sería la creciente disparidad de la renta real per cápita entre los países (véase gráfico). Si al principio del siglo XIX la renta de los países más ricos triplicaba la de los más pobres, en 1900 era 10 veces mayor, pero en 2000 la superaba 60 veces.

Además, esa diferencia de nivel de vida pasaba antes inadvertida, pero hoy llega a todos los ámbitos gracias a los medios de comunicación. Por último si en los sesenta los países de la OCDE acordaron dedicar el 1% del PIB como ayuda al desarrollo, que muchos Estados cumplían, hoy son irrisorias las cantidades que se asignan a ese fin, como prueba el 0,1% del PIB que dedica Estados Unidos.

La solución a las serias y crecientes disfunciones que está generando la globalización no estriba en frenar los procesos de cambio, porque así se comprometería precisamente la interacción entre las zonas del mundo portadoras de desarrollo.

Si se quiere evitar que la globalización genere las semillas de su propia destrucción es preciso que el proceso venga correctamente gestionado y que los ciudadanos aprecien los efectos visibles de una acción dirigida a alcanzar una globalización justa y equilibrada. Para ello las reuniones globales como la del G-8 deben ser ampliadas a más países y producir resultados concretos en vez de declaraciones más o menos generales.

Sólo con resultados concretos se podrá desmontar la disensión y evitar el progreso de la antiglobalización.

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