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TRIBUNA

<I>Se necesita una nueva política industrial </I>

España no va bien. Ha comenzado nítidamente el descenso y el ciclo parece estar más adelantado que el europeo, con índices de producción industrial en clara regresión.

El ciclo industrial de los países desarrollados está cambiando a peor, o lo va a hacer próximamente, salvo que algún shock externo de difícil pronóstico (por ejemplo, un segundo boom inversor en tecnologías nuevas o un fuerte impulso de la demanda debido a un desplome del euro o cualquier otra causa) nos depare una sorpresa.

Unos países (Japón y EE UU) han empezado la cuesta abajo tras haber conocido máximos de producción en torno al tercer o cuarto trimestre de 2000, otros parecen haber coronado la cima recientemente (Italia en el primer trimestre de 2001) y otros parecen estar cerca de ella (Alemania y Francia).

España no va bien: hemos comenzado nítidamente el descenso. Nuestro ciclo parece estar más adelantado que el europeo en general y los índices de producción industrial están en clara regresión desde el inicio de 2001, siendo el componente de bienes de equipo el que más viene disminuyendo, lo que es un mal síntoma adicional.

Como no podemos fiar nuestra suerte a un hipotético shock externo, ha llegado (una vez más) la hora de repensar nuestra política industrial. Veamos por qué.

La teoría nos indica que a largo plazo las políticas de entorno y regulatorias (tipo de interés y de cambio, saldo de las cuentas públicas, inversión en infraestructura material e inmaterial, educación y formación, investigación, mercado y relaciones laborales, competencia en los mercados...) provocan en mayor medida efectos positivos sobre la industria que la política industrial propiamente dicha (entendida como política comercial y programas gubernamentales de apoyo a la empresa). De ahí la frase, mal entendida o tal vez nunca dicha, de que "la mejor política industrial es la que no existe". Entiendo que en el periodo 1996-2000 (momento dulce del ciclo) ésta ha sido nuestra orientación.

Si la caída de la producción industrial en España fuese mayor que la de los países europeos, será porque tradicionalmente tenemos (y seguimos teniendo) una posición estructural más débil que dichos países, estamos más fuertemente posicionados en sectores altamente sometidos al ciclo y no hemos sabidos encontrar nichos diferenciadores respecto a nuestros competidores. Pero no vamos a juzgar ahora lo que hemos hecho bien o mal en políticas de entorno (que son las que favorecen la mejora en la posición estructural), algunas de ellas manejadas hoy por instancias comunitarias. Hay que señalar que, en cualquier caso, hay que perseverar en ellas, especialmente las más sensibles para la industria y en las que lo hayamos hecho peor, seguramente educación, formación, infraestructura, calidad, derechos del consumidor y competencia.

El hecho es que nos está viniendo un problema (ralentización de la demanda, aumento de los stocks, caída en las carteras de pedidos y estancamiento o caída de la producción) a corto plazo que no vamos a resolver con políticas de largo plazo. Por eso ahora aflora la necesidad de la política industrial y cuando más se tarde en definirla y ponerla en marcha más resistencialista y menos efectiva será.

La política industrial debe buscar maximizar el valor añadido generado en nuestro territorio, lo que como consecuencia implicará el máximo empleo posible. Para ello hay que tener ideas claras acerca de qué subsectores y qué tipo de producciones se pueden ir abandonando de forma natural (por ejemplo aquellas en las que tengamos profundas desventajas en algún factor de la producción o en nuestras condiciones de la demanda) y de qué subsectores y por qué deben y pueden ser potenciados, con especial atención a interacción empresa industrial-servicios, de forma que obtengamos un saldo positivo en producción y empleo, siempre respetando las reglas de juego competitivas que implica nuestra pertenencia a la Unión Europea, porque una dinámica de subasta indiscriminada de la subvención perjudica a los países más débiles.

Tres son las herramientas básicas de la política industrial:

Transferencias a las empresas a través de programas determinados.

Unas compras e inversiones públicas (que hoy requieren una mayor coordinación entre Administraciones, apoyo al desarrollo de una demanda temprana y mejorar la información de necesidades, ofertantes y demandantes).

Y la correcta fijación de tarifas y precios públicos (más abundantes de lo que pensamos y más efectivos de lo que creemos).

Es posible que en ciertos países la política industrial debe ser casi en su totalidad política tecnológica, pero en nuestro caso hay que prestar gran atención a otros aspectos como la promoción de la actividad y el espíritu empresarial, la implicación y el compromiso del trabajador en la suerte de su empresa, facilitar el aumento de la escala empresarial y, por ende, su alcance internacional y preocuparse de que los precios de determinados inputs críticos para determinadas empresas no crezcan más que en el caso de sus competidores, ya que hay que mantener la competitividad también cuando el factor relevante del éxito son los costes.

En el caso español, dada la estructura de nuestras actividades industriales, está debe ser una potente herramienta de política industrial.

Nuestro bajo esfuerzo tecnológico (en producción y uso de la investigación más desarrollo más innovación, I+D+I) y sobre todo la dificultad de incrementarlo tiene bastante que ver con el papel que se asigna a la sucursal española de la empresa multinacional (la mala orientación del sistema educativo refuerza este problema) y a deficiencias en nuestro sistema público de investigación y desarrollo (I+D). Es posible que el sector público deba ser cada vez más demandante y evaluador de I+D, y menos gestor.

Por ello, deberíamos articular medidas e incentivos para acercar la I+D+I a ciertos sectores de media intensidad tecnológica, con fuerte presencia productiva en España y no demasiado penetrados por grandes multinacionales.

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