<I>La auditoría independiente</I>
En los últimos tiempos se está cuestionando la virtud de la auditoría de las cuentas de las sociedades, por cuanto casos sonados de descalabros financieros tenían detrás auditorías sin salvedad alguna respaldando la veracidad de los balances y cuentas de resultados. Lo que lleva a la pregunta de para qué sirve algo que luego se revela como inútil.
Tercio en la disputa antes de seguir y a favor de la necesidad y la bondad de la auditoría. A cualquiera se la pueden dar con queso y, por supuesto, un garbanzo negro no estropea el cocido.
Lo que sí será preciso considerar es que, por una parte, una auditoría con salvedades indica de entrada desconfianza hacia las cuentas y pone a terceros y a socios en estado de prevención y alerta y, por otra parte, una auditoría limpia ni garantiza ni puede garantizar la pureza del reflejo patrimonial en las cuentas.
Lo que será necesario es articular los mecanismos para intentar que la auditoría sea lo más fiable posible, dentro de las limitaciones humanas. Fallos los hay en todos los aspectos de la vida económica, mercantil y jurídica, o es que no ha habido nunca fraudes y falsedades en materia de fe pública o equivocaciones en los registros o sentencias disparatadas.
Pero el hecho de que ocurran estos casos no significa el hundimiento de la institución, sino su reforzamiento para el encuentro de nuevos mecanismos que impidan que tales sucesos se repitan en el futuro. Medidas preventivas y responsabilidad por el trabajo mal hecho, he ahí la cuestión.
Todos los casos de engaños, defraudaciones, quiebras sonadas y masivas nos mueven a reclamar a voces la necesaria reforma del derecho concursal. Bueno, mejor que hablar de reforma, sería más apropiado decir que hay que hacerla entera nueva y con, aquí también, juzgados especializados en la materia.
Y también haciendo que el posible proceso penal no entorpezca el ejercicio de las acciones civiles y los prontos resarcimientos. Aunque eso es harina de otro costal diferente del que hoy nos ocupa.
Me gustaría llamar la atención sobre la necesidad de la independencia del auditor. Independencia que significa que no esté ni pueda estar sujeto a presiones o elementos ajenos al ejercicio de su labor profesional, como garantía de la imparcialidad y de la veracidad de los informes que emite.
Hay quien dice que la mejor garantía de independencia es la profesionalidad del auditor, y puede que sea cierto, pero evidentemente no es generalizable y además y desde luego más vale prevenir que curar.
La independencia respecto de la compañía auditada en cada momento es a todas luces imprescindible, lo que significa que el auditor carezca de intereses en la sociedad y no tenga vínculo alguno con ella y que, tampoco, dependa de la entidad a auditar. Fuera, claro es, la necesaria relación contractual entre auditor y sociedad, que implica, necesariamente, retribución por los servicios prestados.
La elección del auditor es libre y corresponde a la junta general de accionistas de la sociedad. La Ley de Auditoría (12 de julio de 1988, artículo 8,4) estableció la regla de que el contrato con el auditor debería tener una duración de tres años como mínimo y de nueve como máximo. Sin prórroga posible, no pudiendo volver a contratar al mismo auditor hasta después de tres años de vencido el contrato anterior, que fue incorporado a la Ley de Sociedades Anónimas (22 de diciembre de 1989, artículo 204).
La razón del precepto es muy simple, se trata de evitar la dependencia del auditor de la empresa auditada, ya que siendo fijo el plazo de duración del contrato de auditoría y no sujeto a renovación, el auditor será libre, respecto de la empresa, para ejercer profesionalmente su tarea.
Sin embargo, y sorprendentemente, estas fueron modificadas tan sólo seis años después (el 23 de marzo de 1995), dejando absolutamente sin efecto la prevención legal, ya que, modificando los preceptos mencionados, se dejó libertad para seguir contratando año a año al mismo auditor.
Que es lo mismo que decir, no que sea dependiente y esclavo de la sociedad auditada, que carece de la garantía de libertad necesaria en el ejercicio de su función profesional.
Esta disposición se incluyó como disposición adicional en la nueva Ley de Sociedades Limitadas, pero no aparecía en el texto del proyecto de ley, se introdujo como enmienda en el Senado (iniciativa CiU), con lo cual no hubo ocasión posible para poder discutir en profundidad el asunto e introducir en su caso las modificaciones oportunas.
Y no es algo que ocurra ahora o de lo que nos demos cuenta repentinamente. Ya en su día tuve ocasión de manifestarlo en el pleno del Congreso de los Diputados con ocasión del debate de la citada enmienda del Senado a este proyecto de ley. Y buena prueba es que yo creo que el 100% de las empresas españolas obligadas a someterse a auditoría de cuentas repite sistemáticamente contrato con el mismo auditor año a año. Debemos tener también en consideración la ventaja añadida que supone el cambio de auditor, cual es la verificación en profundidad de las cuentas sin sometimiento a inercias o costumbres heredadas.
Los gremios de auditores estaban en contra de la renovación y rotación necesarias del auditor; razón aducida, que se crearía una guerra de precios con merma en la calidad. No es razón en absoluto. Partiendo de que los precios no pueden ser fijos para todo, sí que pueden establecerse de consuno unos precios orientativos, que además deben figurar en el informe de auditoría junto al precio efectivamente satisfecho, para que pueda saberse, en función de precio de la calidad de la auditoría.
Junto a ello, bueno sería retomar la cuestión de la independencia desde la profesionalidad, estableciendo incompatibilidades profesionales, de forma que el auditor sea de profesión auditor y sólo auditor.
Vuelvo al principio, si queremos que la auditoría goce de autoridad real en la sociedad, lo primero es garantizar su independencia, y para eso hay que dar marcha atrás legislativa. Conocido el problema hay que atajarlo, o intentarlo.