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TRIBUNA

<I>Tras el debate político, sigue el barullo social</I>

La propensión gubernamental a condicionar el diálogo no ha logrado más que enturbiar las relaciones entre los interlocutores sociales.

Antonio Gutiérrez Vegara

Entre el cuidado puesto por el presidente del Gobierno en soslayar lo que no va bien y el estilo prudente adoptado por el líder del PSOE para no arriesgar su futuro en la primera oportunidad, pasó el debate sobre el estado de la nación sin entrar a fondo en las cuestiones socioeconómicos más candentes. Se ofrecieron recíprocamente nuevos pactos, lo que sirve para relajar las tensiones políticas, por el momento, pero difícilmente pueden percibirse como soluciones sin haber planteado los problemas ni aliviar el malestar social creciente, máxime cuando el diálogo social ha terminado en fracaso en unos casos, ha generado confusión en otros y aumentan las incertidumbres sobre los resultados de las negociaciones en curso. Entre ofrecer un pacto y pactar suele haber distancia considerable, que paradójicamente se agranda con la mayoría absoluta.

El Gobierno empezó su segunda legislatura reiterando su voluntad de seguir desarrollando el diálogo social para acometer las reformas precisas y de hacerlo respetando el modelo que tan buenos resultados había dado para el país. Así se lo comunicó personalmente Aznar a los dirigentes de las fuerzas sociales en las primeras conversaciones tras las elecciones generales de marzo de 2000 y así lo comprometió en su discurso de investidura.

Pero a los muy pocos meses trastocaron procedimientos, calendarios y contenidos de la concertación social. Si en 1995 -antes de que llegase el primer Gobierno Aznar- se puso en marcha un proceso de diálogo autónomamente concebido y protagonizado por patronales y sindicatos, en junio de 2000 fue el Gobierno el que se erigió en protagonista lanzando el primer emplazamiento a los agentes sociales para que pactasen una nueva reforma laboral, cuando a la que habían consensuado en 1997 le quedaba todavía un año de vigencia. Sin embargo, dos cuestiones prioritarias, en las que el Gobierno tenía competencia directa, quedaron relegadas. Una era la siniestralidad laboral y la otra renovar el pacto de pensiones. La urgencia de la primera se debía al trágico incremento de accidentes laborales graves y mortales que se llevan la vida de cinco trabajadores al día y la segunda obedecía sencillamente a la finalización de sus plazos en octubre de 2000.

En julio se llegó a constituir una mesa de negociación sobre siniestralidad laboral que el Gobierno metió en el congelador, mientras que la de pensiones ni tan siquiera se formalizó en la fecha que le habría correspondido, y ambas se condicionaron a que se suscribiese previamente otra reforma laboral con objetivos previamente marcados por el Gobierno que trastocaban la naturaleza de la antes pactada. Los resultados son bien conocidos: desacuerdo entre empresarios y sindicatos en materia laboral tras una negociación interferida -y desalentada- por el Gobierno, para terminar en modificaciones decretadas que lejos de resolver alguno de los problemas pendientes del mercado de trabajo los han agravado, especialmente el de las elevadas tasas de rotación en un mismo puesto de trabajo y de temporalidad en el empleo.

El acuerdo sobre las pensiones se ha firmado entre el Gobierno, CEOE y CC OO, pero sus aceptables contenidos se han visto eclipsados por el rifirrafe sindical tras quedarse fuera UGT. El consenso parlamentario registrado en la anterior edición del acuerdo en 1996 se echará en falta dada la posición adelantada por el PSOE de cuestionarlo durante su tramitación. Se pierde uno de los valores más importantes de un acuerdo sobre el sistema público de pensiones, que es la confianza que pueda generar sobre su futuro, más tangible cuanto mayor sea el consenso social y político que lo avale.

Ahora vuelve a ser el Gobierno el que se ha metido de lleno en el campo de competencia que más claramente incumbe a los agentes sociales, como la estructura de la negociación colectiva. Materia que a su vez fue objeto de un acuerdo específico entre CEOE-Cepyme, CC OO y UGT, el Acuerdo Interconfederal para la Negociación Colectiva de abril de 1997. De nuevo lo hace adelantando los cambios que pretende, sin dejar que los delimiten los artífices de aquel acuerdo y apuntando en dirección fuertemente regresiva respecto al Estatuto de los Trabajadores y al modelo de relaciones contractuales imperante en toda Europa. E igualmente condiciona la solución negociada de otros problemas de distinta naturaleza, como la protección a los desempleados o la previsión social complementaria, a que se acepten sus postulados.

En definitiva, la propensión gubernamental a condicionar el diálogo en lugar de facilitarlo no ha logrado más que embarullar las negociaciones y enturbiar las relaciones entre los interlocutores sociales. Mientras tanto, el empleo se desacelera, aumenta la precariedad laboral y continúa la sangría de accidentes laborales.

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