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TRIBUNA

<I>De los Omeyas a la OCDE</I>

Desde que en los años ochenta se iniciase la saga de exposiciones conocidas bajo la rúbrica de Las Edades del Hombre, se ha ido acrecentando un turismo cultural y de interior que se mueve a la menor indicación de los medios de masas. Sin pararse a pensar si éstos exageran un tanto, como en el caso de la muestra El esplendor de los Omeyas, pues se solaza mientras busca conjugar la contemplación apresurada de tallas, tapices y capiteles con poder degustar un rabo de toro en su punto, aunque ahora no quede más remedio que conformarse con que sea de añojo.

Al tiempo que contribuye al desarrollo de industrias culturales que estimulan la puesta en marcha de aplicaciones informáticas para la venta de entradas y los pagos con dineros de plástico. Y si de paso consigue imaginar cuál era la estatura real de Abderramán III sin compararla con la de líderes actuales, tanto mejor. Sobre todo si no la asocian solamente con su corpulencia, ya que, según cita el profesor Valdeón, sus piernas eran cortas, hasta el punto de que su estribo bajaba apenas un palmo de la silla.

Y es que en la creación del Califato debieron concitarse muchas más circunstancias personales y sociales que las que cabe atisbar en una muestra que parece haberse urdido apresuradamente para ser inaugurada aprovechando la primera visita del nuevo mandatario sirio. Rememorando así que de no haber sido por la revuelta de los abasíes no hubiesen llegado los omeyas cordobeses a disputar la primacía a Damasco y a Bagdad. O lo extraordinario de un proceso de expansión religiosa, cultural, militar y política que relacionaba territorios distantes, imponía modas y asimilaba conocimientos de un mundo grecolatino que, de no haber sido por los coetáneos del emir que se hizo califa, puede que se hubiesen esfumado en los pliegues de la historia. Todo ello sin que existiese Internet, ni los pilotos que surcaban el Mare Nostrum tuvieran los medios y renuencias de los de Iberia.

En la solanera de Madinat al-Zahra es difícil imaginar la opulencia de aquella civilización, o el refinamiento con que vivían en aquel palacio construido para dar réplica al de Samarra, edificado al norte de Bagdad, o para cumplir la última voluntad de una concubina singular. Es obvio que tales lujos no llegarían a ser tan fastuosos como los que cabrían deducirse de atender lo que decía un entusiasta llamado Al-Rati. Que glosaba que entonces España era generosa en seda, dulce de miel, completa de azúcar, iluminada por cera de candelas, abundante de aceite y alegre de azafrán. Pero sí estimulaban, casi con las mismas ansias y maneras de ahora, las luchas por el poder. Hasta el extremo de llevar a aquel Príncipe de los Creyentes a deshacerse, degollándole, de su hijo Abd Allah. No porque estuviese imputado en algún asunto por dilucidar o hubiera servido antaño en la tribu de la manguera, sino porque estaba siendo aupado por algunos cordobeses, dadas sus virtudes y conocimientos, con riesgo de disputarle su primacía.

Hoy, a pesar de participar en civilizaciones más avanzadas, la poesía de los vates cortesanos no canta las excelencias de la superioridad con versos como los que decían que su gloria superaba lo imaginable, y a lo más que se atreven es a decir que se ha estado tieso con los mandatarios del norte.

Tal ramplonería es pareja a la que reduce nuestra prosperidad y milagro a que de las únicas generosidades que se mencionen sean las que dice la OCDE que ponen en riesgo la competitividad. Quizás porque esos aleccionados escribanos internacionales no imaginen otros éxtasis que los de contener salarios e inducir a la complementariedad privada e individualista con que ir desacreditando los sistemas públicos de protección social. Ni les quepa, en su interesada parcialidad, suponer que la pasión llegue a ser tan perentoria como para que una concubina intentase comprar a otra una noche con el Califa. O que éste, herido en su autoestima al sentir que se ignoraba lo mucho que valía, despidiera de inmediato a la imprudente vendedora. Que en vez de esmerar su caligrafía glosando fábulas infantiles, para regocijo de editores, la dilapidaba en expedir recibos en los que quedaba patente que le vendía por un vil precio.

Se viven épocas donde las mayorías del lugar, por ventura, no están condenadas a tomar gachas a sorbitos y hasta pueden hacer ascos a viandas de vacuno, pero en las que se trata de dimensionar la vida sólo con métricas económicas. De forma que aunque los imanes ya no reprendan por haber sido poco diligentes en el rezo semanal, o por ornamentar cúpulas con metales preciosos, hay mandatarios que olvidan que para dejar huella en la memoria de los pueblos no es necesario tener que levantar todos los días una urbanización como la de Madinat al-Zahra.

Pero sí poner más arrojo y sutileza que las que han lucido en Gotemburgo los hachibs y visires actuales. Sobre todo si se quiere que los contemporáneos recuerden algo más que las revueltas callejeras que les acompañan cada vez que se juntan últimamente.

Y que se producen aun sin que fieles e infieles hayan tenido tiempo de encresparse por haber conocido en detalle la vaciedad de los acuerdos resultantes.

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