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TRIBUNA

<I>El modelo español</I>

El grito de guerra es eficiencia o muerte, pero quienes lo lanzan se reservan el derecho de establecer el criterio de eficiencia.

Sin saberlo, España fue modelo cuando la transición, cuando se puso en marcha el Estado de las autonomías, cuando la incorporación a la UE donde los españoles llegaron a acreditarse como los prusianos del Sur y tantas otras veces que sería penoso enumerar. Luego, en seguida, empezaron a notarse los efectos de la erosión moral y de otros agentes nocivos e insalubres. Al mismo tiempo, los amigos de lo ajeno desplegaron habilidosísimas ingenierías financieras, la antigua consigna de la tierra para quien la trabaja fue sustituida por otra más acorde con los nuevos tiempos, según la cual la tierra debía ser para el que la recalificaba limpiamente sobre el plano, lápiz en ristre, sin necesidad alguna de haberla regado antes con el sudor de su frente. Fuimos el país donde era posible alcanzar el enriquecimiento a más velocidad. Las stock options de algún telefónico ocasional surgido al calor del pupitre compartido parecían portentosas prestidigitaciones. Los signos externos de riqueza de que hablaba la Hacienda más arcaica dejaron de ser mal vistos y la exhibición del lujo sólo cosechaba admiración. Desaparecieron las sospechas sobre las fortunas súbitas e inexplicables y los más débiles y desfavorecidos dejaron de merecer la compasión caritativa porque los pobres y excluidos sociales empezaron a ser vistos como culpables.

Todas estas pautas sociales son en alguna medida importadas. Por eso es útil viajar de vez en cuando al Imperio y consultar la bibliografía de éxito, cualquiera que sea la cuestión. De ahí el interés de las advertencias de Loïc Wacquant en su último libro aparecido en Alianza Ensayo en torno al nuevo sentido común penal irradiado desde EE UU, que apunta a criminalizar la miseria -y, por esa vía, a normalizar el trabajo asalariado precario-. En la acera contraria otros autores, como Charles Murray o George Gilder, en trabajos pseudocientíficos aseguraban que el origen de la miseria en EE UU se encontraba en la anarquía familiar tan extendida entre los pobres de los peores barrios, alimentados para más inri por ayudas sociales, "cuyo efecto es pervertir el deseo de trabajar, socavar la familia patriarcal y erosionar el fervor religioso, que son desde siempre los tres resortes de la prosperidad".

Este indeseable de Murray tuvo el desparpajo de asociarse con el psicólogo de Harvard Richard Hernstein para concluir apuntándose al racismo más descarado según el cual las desigualdades raciales y de clase en EE UU son la traducción mecánica de las diferencias individuales del IQ, del cociente intelectual.

Sucede que ahora, en medio de este aznarismo acelerado al que tanto debemos, se diría que se difuminan aún más los perfiles del modelo que otros nos atribuyeron en pasados tiempos. Parecería que todo se reduce a ecos recogidos de los liberaldarwinistas. Eficiencia o muerte es el grito de guerra, pero quienes lo lanzan se reservan el derecho a establecer el criterio de eficiencia. Como le dijo un buen amigo periodista al Defensor del Pueblo, Enrique Mújica, cuando en una comparecencia televisiva en el programa El primer café de Isabel se internaba por el terreno de la violencia en las aulas: ya está bien de interesarse sólo por los efectos. Alguna vez, alguien, como el Defensor del Pueblo o el padre Garralda, deberá intentar intervenir sobre las causas.

Para cuándo deja, por ejemplo el Defensor del Pueblo la tarea inaplazable de defendernos de la basura de las televisiones, sean públicas o privadas. Puede suponer sorpresa que aflore la violencia entre escolares sometidos a programas como Gran Hermano o lo que sea.

Pero basta asomarse a la prensa francesa para encontrar debates interesantes, como el suscitado a propósito del proyecto de ley avalado por el primer ministro, Lionel Jospin, sobre la modernización social que modifica el derecho de despido. El ministro de Economía, Laurent Fabius, se desmarcó diciendo que era necesario evitar que esta ley tuviera un efecto disuasivo sobre la inversión y el empleo, pero han sonado también otras voces. Por ejemplo, el economista Thomas Piketty pone en guardia al Gobierno contra una fuerte bajada del impuesto sobre la renta que permitió a Francia abandonar su condición de sociedad de rentistas en que estaba configurada un siglo atrás. Para este autor el abandono por Francia de la fiscalidad progresiva impulsaría el regreso a las desigualdades de comienzos del siglo XX, con el consiguiente riesgo de esclerosis económica y social.

Pero, frente a los triunfalistas de la catástrofe, Tony Atkinson, profesor de Econo-mía en Oxford, descarta que el progreso técnico y la mundialización conduzcan de mo-do ineluctable al incremento de las desigualdades sociales y sostiene la existencia de otros modelos posibles, como el francés, distintos del puro y duro individualista norteamericano. Aquí el debate sigue pendiente, y el caso Sintel, también.

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