<I>Déficit de política europea</I>
Es errónea la posición de Aznar de aferrarse a una defensa de los fondos de la UE sin inscribirla en una concepción europea.
Estábamos advertidos por Marcel Proust de que hay convicciones que crean evidencias, y también ilustrados por otros autores acerca del peligro al que se expone quien se carga de razón hasta saturarse y quedar en el aislamiento. Por estos caminos parece aventurarse el presidente del Gobierno, José María Aznar, en quien empiezan a detectarse los conocidos síntomas del síndrome de La Moncloa, según observadores de tanta buena fe como puedan serlo en el diario Abc Antonio Mingote o Manuel Martín Ferrand. El caso es que ya con la primera victoria electoral del aznarismo en 1996 empezaron a producirse nuevas modulaciones en el terreno de la política europea. Aquellas críticas acerbas al Gobierno González tildado de todo lo peor, como responsable de aventar los intereses nacionales en aras de hacerse un perfil europeísta, aquella actitud de abierta oposición al ingreso en la moneda única donde sólo se veían perjuicios para España, fueron dejando paso a una reconciliación con las realidades de la UE.
Pero Aznar quería innovar, necesitaba demostrar sus facultades para el liderazgo internacional a quienes habían dudado de sus capacidades para representarnos en la Unión. De ahí el progresivo cambio de afinidades que le llevó a separarse del eje franco-alemán para intentar una maniobra hispano-británica. Superando las barreras idiomáticas, y al calor de Doñana, pareció surgir enseguida un nuevo entendimiento con el primer ministro Toñín Blair, que -chincha rabiña que tengo una piña con muchos piñones, que tú no los comes- además, para mayor fastidio del PSOE, tenía la denominación de origen socialista y se presentaba en los ambientes más selectos como el profeta de la tercera vía de Giddens y compañeros de servicio en la London School of Economics. Florecieron aquellos días de cartas conjuntas Blair-Aznar a los colegas del Consejo Europeo y sobre todo los artículos con esa doble firma en las páginas del Financial Times.
Aznar, nuestro presidente, se forjó con esfuerzos ímprobos una imagen fiera ante los periodistas que siguen las reuniones del Consejo Europeo, donde toman sus acuerdos los primeros ministros de los Quince con el añadido inevitable del presidente de la República Francesa. Alardeaba Aznar en esas ruedas de prensa posteriores de bloquear las sesiones hasta cualquier hora de la madrugada, impasible a las presiones, sosteniendo la defensa de los sacrosantos intereses españoles. Así fue cobrando un perfil de intratable, como gustan decir los cronistas deportivos a propósito de asuntos muy variados, empeñado siempre en diferenciarse y dejar atrás actitudes reprobables de los Gobiernos del PSOE nacidas de complejos inconfesables que llevaban al paro, despilfarro y corrupción, el equivalente de la república del fango, sangre y lágrimas para decirlo con esa expresión tan querida a la derecha de la CEDA.
España, que durante los Gobiernos de González había logrado incorporarse al núcleo dirigente de la UE a base de formular propuestas de ámbito europeo dentro de las cuales prosperaran nuestros intereses, fue marginándose contagiada de las actitudes tatcherianas de ir a por lo suyo desentendiéndose de la suerte colectiva. El Gobierno Aznar renunció a elaborar concepciones como las de la ciudadanía europea o las de la Europa social o las de los fondos estructurales de las que tantos beneficios resultaron para nuestro país y prefirió significarse en la defensa numantina y solitaria de asuntos que bloqueaban avances, como sucedió en el caso del estatuto de la sociedad anónima europea, y por esa vereda ha seguido caminando peligrosamente hasta ser visto por los países candidatos como el obstáculo a su incorporación, como se refleja estos días en la prensa de Polonia con ocasión de la visita oficial de los Reyes a ese país.
Es errónea la posición de Aznar de aferrarse a la defensa de los fondos estructurales y de cohesión sin inscribir esa defensa en una concepción global europea y pretendiendo bloquear materias ajenas, como la del periodo de transición para la libre circulación de trabajadores de los países candidatos, que tanto preocupa a Alemania y Austria. Algu-na autocrítica debería hacerse, porque nuestro país, a pesar de sus progresos, carece de posición para instalarse en el espléndido aislamiento que otros todavía pueden permitirse.
Como escribió Miguel Herrero de Miñón en su capítulo del libro colectivo Entre dos siglos, reflexiones sobre la democracia española (Alianza Editorial. Madrid, 1996), España es, por su geografía, economía y demografía, una potencia de grado medio, con intereses y responsabilidades regionales en el sur de Europa, pero a la que la historia, la lengua y la geoestrategia permiten influir en la política global, y eso es lo propio de una gran potencia. O sea que podemos estar en el directorio europeo, pero nuestra presen-cia debemos ganárnosla, porque no se da por descontada.