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TRIBUNA

<I>Más que un modelo de financiación </I>

La futura fórmula de financiación autonómica lleva a la distribución del poder en la política económica.

La discreta reunión entre representantes del Gobierno y del PSOE, y la confesión de CiU de estar también en conversaciones, indican la apertura oficiosa de las negociaciones para fijar el nuevo modelo de financiación autonómica. Prácticamente al tiempo, el presidente de Extremadura anunciaba su intención de implantar un nuevo impuesto regional que gravará los depósitos de las entidades de crédito.

Más allá de posibles especulaciones sobre si hay o no una relación entre ambos hechos, el que estén simultáneamente sobre la mesa ayuda a reflexionar sobre la importancia de la negociación que ahora se inicia, cuyas consecuencias van más allá del simple reparto de medios entre Administraciones.

El volumen de los recursos comprometidos en esta negociación es sustancialmente superior a las anteriores, co-mo consecuencia directa de la generalización de los traspasos de competencias de educación a las comunidades autónomas. El Gobierno central ha manifestado, además, su voluntad de que el nuevo modelo integre la financiación sanitaria, cuyo traspaso a las 10 comunidades que aún no la han asumido está en marcha. Así, los presupuestos de las comunidades autónomas superarán claramente a partir del próximo ejercicio el de la Administración central.

A esta diferencia cuantitativa se une otra cualitativa, provocada por la naturaleza de las competencias asignadas a las Administraciones territoriales: la enseñanza en todos sus niveles, las políticas sociales, la sanidad, la salud pública. Las necesidades de gasto en estas materias dependen de cambios demográficos, innovaciones tecnológicas y científicas y de factores exógenos en mayor medida que otras responsabilidades públicas. A diferencia de las inversiones, los gastos que llevan asociadas no tienen flexibilidad a la baja ni pueden fraccionarse en el tiempo. Es más, a medida que la riqueza global se aproxime a la media europea, los niveles de gasto público per cápita en estos ámbitos, o lo que es lo mismo, las pautas de bienestar de los ciudadanos, tendrán que aproximarse a las de los países más desarrollados.

Ese esfuerzo presupuestario será una responsabilidad de los Gobiernos autonómicos que, al estar más próximos a las necesidades, sufrirán mayor presión para satisfacerlas.

A estos dos cambios sustantivos en los Presupuestos autonómicos se añade la imposición a las comunidades, mediante la Ley General de Estabilidad Presupuestaria, del equilibrio presupuestario y la eliminación de la deuda pública como fuente de finan-ciación, sin que el Gobierno central haya entrado en matices como las diferencias de endeudamiento entre comunidades o la situación económica y social de cada una.

Así pues nos encontramos un escenario radicalmente nuevo en materia de gasto público y una restricción nueva en los ingresos. El escenario se completa con la determinación de la cuantía y el origen de los ingresos. Y en este aspecto hay dos visiones difícilmente compatibles. Desde el punto de vista autonómico, la naturaleza de las responsabilidades públicas y su importancia política exigen autonomía en materia de ingresos para poder fijar unos volúmenes de gasto ajustados a las necesidades de sus ciudadanos. Desde el del Gobierno central, la política de "consolidación fiscal" que ha adoptado se concreta en la erradicación de la deuda como fuente de financiación y en una de reducción progresiva de la presión fiscal.

Si se opta por ceder nuevos tributos a las comunidades sin capacidad normativa so-bre ellos, se dará una imagen pública de corresponsabilidad en la generación de impuestos, pero se estará poniendo de facto un techo a los ingresos autonómicos, que seguirán dependiendo de las decisiones a nivel central. Esta situación ya se ha dado y ha sido fruto de constantes tensiones, que no podrán sino aumentar aho-ra que las responsabilidades autonómicas son mayores. Por contra, si las comunidades obtienen capacidad normativa, será el Gobierno central el que tendrá dificultades para lograr sus objetivos de reducción de la presión fiscal, dado el nuevo peso de las autonomías en las finanzas públicas. Incluso si no se cede capacidad normativa y se mantiene el actual esquema, es más que probable que, a medida que el Gobierno central ceda rebajas impositivas, las comunidades las anulen a través de recargos, de forma que la presión fiscal global permanezca invariable, pero los objetivos de política económica no se cumplirán.

A esto se añaden los impuestos autonómicos. Su relevancia macroeconómica es actualmente menor, pero hay razones para pensar que el futuro será diferente: en primer lugar, la implantación de tributos autonómicos no ha tenido un coste electoral para los Gobiernos que los decidieron; además, son un paso importante en la construcción de un espacio fiscal propio de cada comunidad, y, en fin, al tener que gravar hechos imponibles no cubiertos por otros impuestos, su visibilidad para el contribuyente es muy clara (canon de saneamiento asociado a la depuración de aguas, ecotasa ligada a la mejora medioambiental) y fácil de presentar como un beneficio colectivo más que como una carga.

Todos estos elementos conducen a que el nuevo modelo de financiación no sea sólo un mecanismo de reparto de recursos entre el centro y las autonomías, sino un esquema de distribución del poder de decisión sobre la política económica en su conjunto, que obligará a un ejercicio muy intenso y concienzudo de concertación para diseñarlo y de cooperación para hacerlo funcionar.

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