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TRIBUNA

<I>Algo más que una reforma</I>

Julián Ariza considera que la nueva reforma laboral va a empeorar la calidad del empleo y califica de cinismo que el Gobierno achaque la ausencia de acuerdo a los intereses particulares de los sindicatos y la patronal.

Con más dosis de cinismo que de ignorancia, varios miembros del Gobierno han asegurado que con la reforma laboral aprobada el pasado viernes se van a crear no sólo más empleos, sino de mejor calidad. De poco les sirve la experiencia de que, en cuanto a cantidad de empleo, este tipo de reformas legales dan poco de sí. Habrá que recordarles otra vez lo ocurrido en el intervalo de la reforma de 1984 y la más profunda de 1994.

Durante aquel decenio se crearon cerca de dos millones de nuevos empleos los seis primeros años, esto es, los años en que creció de forma apreciable la economía. En los años siguientes se destruyeron más de la mitad, justo cuando la economía fue a peor. La normativa laboral, repito, era exactamente la misma. Pero aún es más ilustrativa la experiencia posterior.

La reforma de 1997 lo fue básicamente para corregir los excesos de la reforma de 1994. Es decir, fue menos flexible que la anterior. Pues bien, en este último cuatrienio se han creado más empleos que nunca y algo menos precarios, aunque en proporciones insuficientes. Obvio decir que el crecimiento económico ha sido una vez más el factor decisivo.

En lo que más influyen estas reformas legales es en la calidad del empleo. Y los miembros del Gobierno saben que esta nueva reforma no la va a mejorar, sino a empeorar. El propio presidente Aznar sabía que faltaba a la verdad cuando aseguraba el pasado jueves que las medidas no se apartarían del espíritu de los acuerdos de 1997. Aquellos acuerdos, al igual que el firmado en 1998 por el propio Gobierno y los sindicatos sobre la contratación indefinida a tiempo parcial, lo fueron para disminuir la temporalidad y precariedad de los empleos. Ese espíritu nada tiene que ver con lo ahora aprobado.

En el caso de los contratos indefinidos a tiempo parcial, la nueva norma introduce una regresión flagrante no sólo por eliminar el tope del 77% de horas máximas en relación a los contratos a jornada completa, sino, sobre todo, porque al multiplicar el poder de disposición de las empresas en la distribución de la jornada de trabajo precariza las condiciones laborales de los principales destinatarios de esta modalidad de contratación -jóvenes y mujeres- para quienes será más difícil compaginar, por ejemplo, trabajo y estudio o para conciliar la vida laboral y familiar.

Es una burla pretender reducir la temporalidad con medidas como la de limitar hasta 12 meses la duración del contrato eventual, en lugar de los 13,5 meses de la norma derogada. De esta modalidad de contratos, una de las grandes fuentes de abusos e ilegalidades al uso, se hicieron cerca de cinco millones el año pasado. Pues bien, sólo dos de cada mil rebasaron esos 12 meses. Sobran comentarios.

También suena a sarcasmo pretender reducir la temporalidad pagando una indemnización de ocho días por año al término del contrato. La duración media de los más de 10 millones de contratos temporales que, en conjunto, se hacen al año, es algo superior a los tres meses. La inmensa mayoría duran bastante menos. Estimando los salarios promedio de estos trabajadores se puede, a su vez, deducir que dicha indemnización, como media, será de unas 9.000 pesetas. Más que una penalización parece una coartada para que se continúe extendiendo la temporalidad.

Es puro cinismo que el ministro portavoz afirmara que los intereses particulares de sindicatos y patronal habían impedido el acuerdo y que por eso el Gobierno estaba obligado a legislar en "interés de todos". Quienes conocemos algunos pormenores del proceso negociador sabemos que en un momento dado -hace aproximadamente un mes- la patronal modificó su actitud en la mesa negociadora y, en contra de lo que días antes su presidente había expresado a los secretarios generales de CC OO y UGT sobre los ejes de un posible acuerdo, se limitó a ganar tiempo con posiciones que sabía que lo hacían inviable. Este cambio sólo es explicable porque les llegara información de que el Gobierno había decidido legislar a favor de los intereses particulares de la patronal y no de los generales del país, que reclama empleos más estables.

La gravedad de lo sucedido no se agota en una reforma que es una regresión. Tampoco en lo que significa que el pacto bilateral de 1998 con los sindicatos sobre el contrato a tiempo parcial lo rompa el Gobierno de forma unilateral. Ni siquiera se agota porque la derecha política legisle de forma descarada a favor de la derecha económica. Quizá lo más grave a la larga sea haber lanzado este torpedo a la línea de flotación del diálogo social.

El clima que se respira en los sindicatos es que pueden estar asistiendo al intento de otros de cerrar un ciclo de diálogo y concertación social, inspirado en el impulso a la autonomía de las partes. La situación obliga a preguntarse sobre el qué hacer frente a un poder político que de forma tan autoritaria e inequívoca pone en cuestión ese proceso de diálogo y concertación.

De momento, los sindicatos declaran estar dispuestos a que no se descuartice lo conseguido por esa vía. Pero conscientes de que está muy tocado del ala por culpa del Gobierno. De ahí que lo aprobado por el Consejo de Ministros sea algo de mayor calado que una reforma laboral regresiva.

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